1. Buenos Aires

Uno no puede llegar a un lugar, después de un viaje con muchísimas expectativas, y ser indiferente a una chica de cuerpo menudo, cara de dulce, que siempre sonríe, rojas las mejillas por el sol, con un pelo tan dócil y liviano como su vestido que se mueve todo el tiempo con el viento del aeropuerto. Un viento tan distinto al que me tenían acostumbrado, viento frío, viento evitado por todos. Viento lastimador. Cuando bajé la escalera y pisé suelo argentino volví a pensar: “Buenos Aires”. Y cuando la vi a ella, distinta a como me la había imaginado pero no por eso menos bella, volví a decir: “Buenos Aires”. Y lo traduje en mi cabeza y dije “Buenos Aires”, y ya abajo, cuando ella me mostró el cartel con mi nombre grité contento, en el mejor castellano que pude “¡Buenos Aires!” y recuerdo que ella me miró con esa carita de desconcertada que tantas veces después, durante mi corta visita, repetiría mirando a los costados como buscando algún cómplice que le responda.
Y me dijo:
- ¿Usted es David?
Después me explicaría la diferencia que existe en el castellano entre el “usted” y el “tú”, y también que los argentinos cuando tienen confianza dicen “vos”, y un montón de cosas más que ya no recuerdo.
Me dio la bienvenida en nombre de la cancillería, aunque enseguida noté la ironía que usaba para hablarme. No le convencía totalmente el personaje que tenía que cumplir: me estaba dando una bienvenida oficial al tiempo que se reía y hacía ademanes caricaturescos. Enseguida fue espontánea conmigo. Enseguida entendió que a mí también me resultaba cómica toda esa situación, y que mi visita podía ser oficial pero que yo había llegado a ese lugar buscando otra cosa. Buscando conocer por fin cosas nuevas, conocer una gran ciudad, un país distinto. La “oficialidad” de mi familia me había permitido llegar a ese lugar pero yo me resistía a ella y a mi destino que, en esos días, empezaba a abandonar.
- Bienvenido, Welcome, Welcome, Bienvenido - me decía, sonriendo, intercalando en uno y otro idioma, “para que vaya aprendiendo”, según decía. Aunque yo sabía que nunca podría aprender a hablar el castellano como ella, y menos aún, el argentino.
Y cuando empecé a recorrer la ciudad me encontré con que Natasha combinaba perfecto con el resto de Buenos Aires, una ciudad que mis ojos no llegaban a abarcar nunca. Que cada mañana me prometía algo que no llegaría a conocer en todo un día de visitas y que cada noche no me dejaría dormir, pensando en lo que había sido ese día, y en lo que sería el día siguiente. Natasha era mi Buenos Aires querida para mí. Ella misma me explicó lo que quería decir esa frase del tango que primero yo pronunciaba mal, y que después le hice ese pequeño cambio, que le sonrojó todavía más las mejillitas brillosas que tenía:
- Entonces vos sos mi buenos aires querida - le dije cuando entendí. Y ella volvió a mirar desconcertada, para uno y otro lado.
Pero eso fue un tiempo después, cuando ya habíamos entrado bastante en confianza. Me acuerdo de lo raro que me sentí esos días en Buenos Aires. Todos nos miraban como a “bichos raros”. A Natasha también, porque se imaginaban que también sería extranjera. Eso era muy distinto a lo que yo había esperado encontrar. Yo me había imaginado que una ciudad tan grande y poblada como Buenos Aires sería indiferente a mi presencia. En el avión me había imaginado tratando de hablarle a gente que miraba para otro lado, apurada, pero no fue así. Cuando bajé del avión, además de Natasha me encontré con una ciudad en la que todos se esforzaban por tratarme bien, incluso por hablar mi propio idioma. Y cuando por alguna razón sabían que yo venía de las Islas, más aún. Cuando sabían que yo venía de las Islas, el trato llegaba a hacerse amable hasta la molestia. Era una dulzura empalagosa. Todos se esforzaban por hacerme sentir bien, por hacerme cómplice de sus chistes que no entendía. Obviamente, todos no hablaban mi idioma, pero la mayoría se esforzaba para hablarlo. Supongo que esto me pasó por el entorno que frecuenté, por la cancillería y todo eso, pero podría asegurar que la mayoría de la gente que conocí en ese viaje a Buenos Aires hablaba inglés. Muchos hablaban mal pero todos trataban de decir algo. Sustantivos, palabras sueltas que a veces lo ayudaban a uno a sacar alguna conclusión de lo que querían decir.
Natasha hablaba bastante bien. Era profesora de inglés, claro (esa fue otra cosa que me sorprendió de Buenos Aires: la cantidad de profesoras, academias, escuelas e institutos de inglés que había. Era marzo y en esa época empezaban las clases en Buenos Aires, por lo que las calles estaban empapeladas de carteles que publicitaban cursos de inglés.)
Pero, como decía, Natasha hablaba bien en mi idioma. No era que pronunciara bien o que armara bien las oraciones, sino que se le entendía realmente lo que quería decir. La mayoría de la gente que hablaba inglés en Buenos Aires lo hacía de manera monocorde, pobre. Algunos pronunciaban bien, pero en el mejor de los casos llegaban a parecer correctos locutores o máquinas bien programadas. No le movían un pelo a nadie. No había sentimiento ni pasión. En cambio Natasha se expresaba. Me hablaba y realmente le entendía. Tenía una voz temblorosa. Aunque no estuviera hablando de algo emotivo uno sentía que tenía un montón de cosas más, muy adentro, que quería decir. Y eso hacía interesante la charla. Su voz quebradiza prometía muchas cosas.
El primer paseo fue corto. Me llevó en un auto por una autopista larga, larguísima, rodeada de campo primero, casas pobres después, y finalmente la ciudad enorme.
- Todavía estamos en Buenos Aires, ¿No?
- No, todavía no llegamos - me dijo Natasha- faltan unos veinte minutos para llegar, a este ritmo.
Yo no quería pecar de campesino, pero me sentía muy raro en un lugar en el que recorriéramos esa autopista a esa velocidad durante veinte minutos y que no llegáramos al mar. En las islas eso no hubiera sido posible.
- Allá no hay autopistas, ¿no? - me preguntó.
- No - contesté rápidamente
- Pero debe ser hermoso, ¿no?
- Y, la verdad es que es muy lindo.
Se hizo silencio un rato. Natasha manejaba rápido. La autopista se inclinaba levemente hacia los costados en las amplias curvas y contracurvas. El auto se mecía suavemente, silencioso. Miré el velocímetro. Miré sus manos en el volante. Bajé la vista y miré su pierna descubierta, que recorría todo el asiento hasta llegar al acelerador. Tenía una sandalia en el pie. En las islas era muy raro ver mujeres en sandalias por la calle. Entonces eso era para mí como ingresar a una especie de intimidad.
- Hace calor hoy - le dije
- No creas, hace unos días fue peor. ¿Allá que temperatura hace en esta época?
- En esta época hace 10 o 15 grados, pero en verano a veces llega a los 20.
- Pero acá el tiempo es pesado. Me imagino que debe ser parecido a Londres – dijo.
- No sé. Mi mamá conoce el Reino Unido, yo nunca fui. Pero ella también dice que es pesado. Con la niebla, y todo eso, ¿no?
Hice silencio un rato.
- Ustedes odian a los ingleses ¿no? – le pregunté.
- ¿Odiarlos? ¡No! Yo no tengo la menor idea de como son los ingleses. Tuve algunos profesores “nativos” como les llamamos, en el instituto. Nosotras nos imaginamos que deben ser medios aburridos, y hacemos bromas con eso. Pero en realidad yo no tengo problemas con ellos. Además, están esos profesores, aburridos, pero también están todas las bandas de música que uno escucha por ahí, que son bastante distintas a esos profesores ¿No?
- Y, deben ser... Igual, nosotros tampoco somos como la gente de Gran Bretaña. Bueno. Todos no. Hay algunos que sí. Hay gente en las islas que quisieran ser ingleses. Pero no lo son.
- Yo estudié bastante sobre ustedes ¡Me hiciste estudiar un montón para recibirte! Son pocos, son dosmil. Viven de la pesca, tienen un montón de ovejas... - repitió otros datos sacados de los libros de geografía, y después terminó:
- Y no me acuerdo más. Esta noche voy a tener que repasar todo.
- Ustedes quieren que las islas sean suyas ¿no?
- No... bueno, sí. Mirá, mejor no hablemos de política, la verdad es que no sería conveniente ¿no?.
Dijo esa última palabra como un ruego leve y cómplice, inclinando la cabeza, mirándome y volviendo pronto la vista al camino.
- Manejás bien - le dije. ¿Es tuyo el auto?
- No, ¿estás loco? Este auto es del gobierno.
Paramos en un lugar en que la autopista se hacía el doble de ancho de lo que era o más, con altas luces blanquísimas y potentes que iluminaron hasta el interior del auto. Nos acercamos a una cabina. Ella sacó dinero del bolsillo y le pagó a una chica que tenía la misma edad que ella, y un brillo parecido en los ojos. Pero era morocha.
- Chau - dijo
- Chau - le respondió Natasha, y yo detrás, mientras la pequeña barrera subía y volvíamos a seguir camino, y la autopista recuperaba su ancho normal.
- Yo aprendí a manejar en un auto veinte años más viejo que este. Me enseñó mi hermano. Esta tarde, cuando me dieron este auto ni sabía cómo manejarlo. Lo saqué patinando. Me costó mucho trabajo hasta que me acostumbré. El auto de mi hermano nació dos años antes que yo. Allá no hay autos tan viejos, ¿no?
- Sí. Hay Jeeps que quedaron de la invasión, y que mucha gente los recicla y los usa.
- ¿Invasión?- preguntó.
- Sí, invasión, la guerra, Natasha.
- Ah, claro - dijo Natasha.
Llegamos a un lugar donde la autopista se bifurcaba. Tomamos un camino hacia la derecha y enseguida una curva hacia la izquierda, para pasar debajo de la autopista que habíamos dejado. Recorrimos una avenida ancha, más ancha incluso que la autopista, con plazoletas a los costados. Natasha me iba diciendo los nombres de las calles y algunos comentarios. Dejamos esa avenida y entramos a un barrio de calles angostas, en donde se levantaba un gran edificio que era el hotel de mi estadía en Buenos Aires. Natasha entró a una especie de dársena que había para estacionar autos, apagó el motor y bajamos. Alguien se llevó el auto para estacionarlo y ella me acompañó hasta adentro del hotel. Todos los conserjes, mozos y botones hablaban mi idioma, pero ella se ocupó de hacer igualmente de intermediaria. Pidió la llave de mi habitación mientras se llevaban mis valijas. Me dijo:
- Mañana te paso a buscar. Podés desayunar acá abajo o en tu habitación. ¿Te parece bien que pase a eso de las once, para que duermas bien?
- Ok.
Hizo una reverencia con la cabeza y un ademán como para darme la mano, pero nos acercamos y nos dimos un beso en las mejillas, algo torpes.
- Nos vemos. Que descanses - me dijo. Y se fue, saludando a la gente del hotel. Yo subí por el ascensor con el conserje, que me mostró la comodidad de la habitación y el baño, que casi no vi. Me dormí sin bañarme. Estaba cansado y aturdido por el día lleno de cosas que había tenido. Cuando cerré los ojos, sentí que mi cuerpo todavía viajaba en el avión, o en el auto de Natasha. Me dormí entre pensamientos que mezclaban las luces de la ciudad, los coches innumerables, la autopista, la ansiedad, los edificios, Natasha.

2. Entretiempo

Me desperté a la mañana ansioso. Con todo lo que había viajado y con lo poco que había dormido creí que me iba a despertar mucho más tarde. Y sin embargo, antes de las nueve ya había abierto los ojos, y por más que tenía sueño, la ansiedad por el día que podría venir me impedía volver a dormir. Di vueltas un par de veces en la cama, hasta que me levanté. Desde un botón en la cabecera se abría la persiana. Lo accioné, y entró la luz del día argentino, el sol. Me quedé un rato acostado, semidesnudo y destapado, y me sentí feliz de estar en el lugar y la forma en que estaba. Era la primera vez que viajaba fuera de las islas, lejos de mis padres. Sentía que algo importante podía empezar. Y en parte fue así. No sé si fue el viaje o qué otra cosa me pasaba en aquel momento, pero algunas cosas empezaron a cambiar en mi cabeza. Sentía que era grande, tenía dieciocho años y me parecía que había muchas otras cosas en el mundo además de lo que me habían ofrecido.
Con esa fuerza me levanté, me bañé y salí a desayunar. No me quedé en el hotel. Preferí ir a algún bar cercano, para conocer. No era atractivo Buenos Aires en esa zona, pero lo disfruté igual. Las calles estaban sucias, se respiraba un aire húmedo y había muchos autos. Muchos más de los que yo estaba acostumbrado. Como en las películas.
Caminé unas cuadras y entré a un bar. El mozo se esforzó por entenderme cuando supo que era extranjero, y lo logró. Con muy pocos problemas me trajo el café con leche que le pedí. Me habían recomendado que comiera “medialunas”, y cuando las vi sobre el mostrador, mas doradas y brillantes que los “crossaints” que yo conocía, las pedí. Las señalé, porque no me animaba a nombrarlas en castellano. Después hojeé un diario que estaba sobre una de las mesas. Miré las fotos, y busqué si había algo sobre mi visita. A principio de año varios conocidos míos que habían viajado como yo habían salido en los diarios argentinos, les habían hecho reportajes, y hasta uno de ellos con foto.
Las islas fueron invadidas por los argentinos justo un año antes de que yo naciera. Casi veinte años después, ambos países iniciaron una “Política de Apertura e Intercambio Económico y Cultural”, fomentada por el “Programa para la paz mundial en el siglo XXI” de las Naciones Unidas. Fue en este marco que viajamos muchos jóvenes de las islas a Argentina y viceversa, con el auspicio de los gobiernos de Londres y Buenos Aires. Según me contó Natasha, en Argentina se inscribieron muchísimos jóvenes para viajar, y se eligieron a los mejores promedios de cada provincia para enviarlos a conocer las islas. En las islas, en cambio, la convocatoria no fue ampliamente divulgada (aunque es difícil que algo no se divulgue entre los pocos que somos): sólo había carteles en algunas instituciones del gobierno, por lo que casi todos los que viajamos fuimos parientes o conocidos de funcionarios del estado.
Terminé de mirar el diario -sin éxito- y volví al hotel. Se acercaba la hora en que Natasha pasaría a buscarme.
Llegué al hall y todavía no había llegado. Subí a buscar un bolso con cosas para pasar el día y cuando bajé, mi anfitriona me esperaba.
Cuando la vi sentada en los sillones del hotel, ajena y despreocupada, con unas bermudas y una musculosa que me presentaban sus hombros finos y redondeados, me di cuenta de que la había extrañado.

3. Segundo día.

-¿Cómo anda mi reina?
Quiero que quede claro: nunca antes había tenido esa decisión para dirigirme a una mujer. Era Buenos Aires, era Natasha, o no sé que era, pero la cuestión es que se lo dije de esa forma, con esa facilidad. Como si siempre nos hubiéramos conocido, o al menos, como si siempre yo me hubiera dirigido de esa forma a una mujer.
- Hola, ¿Qué tal?, huésped. - contestó ella, no tan decidida, no tan entusiasmada quizás como yo, pero tan graciosa como el día anterior.
- He recorrido algo de la ciudad sin vos. ¿No te ofendés? - le hablé simulando un exagerado respeto, ella respondió del mismo modo:
- No, para nada, pero ¿la has pasado bien? ¿Qué conociste?
- El bar “Las Marías”, que se llama igual que uno que hay en mis queridas islas. ¿Adónde vamos?
- ¿Te gusta andar en bicicleta? - me dijo, ya sin ironías.
- Allá me la paso andando en bicicleta, pero no hay tanto tránsito. ¿Hay lugares para andar por acá, o me vas a llevar a las provincias?
- No - se rió- a las provincias no. No por lo menos hoy. Te voy a llevar a un lugar especial. Es raro. Es la reserva ecológica.
- ¿Reserva ecológica? ¿Te estás burlando? ¿Hay una reserva ecológica acá? ¿En Buenos Aires?
- Sí señor.
Fue muy gracioso conocer lo que los porteños llamaban su reserva ecológica. Le conté que la reserva ecológica de mis islas era inmensa, llena de lobos marinos, pingüinos y aves, junto al mar azul gigante, infinito.
- Fue declarada “Patrimonio Ecológico de la Humanidad”.
Cuando entramos en la reserva ecológica de Buenos Aires, Natasha enseguida se dio cuenta de lo pobre que podía parecerme, teniendo en cuenta de donde yo venía.
- Bueno, vos concentrate en el camino, y no alejes demasiado la vista- me decía. Habíamos alquilado unas bicicletas en un viejo local ubicado frente al “Parque Lezama”, en una zona de barrancas y calles antiguas y empedradas. Caminando al lado de las bicicletas, por las veredas recorrimos unas cinco o seis cuadras, hasta que se acabó el barranco. Cruzamos un par de avenidas y un pequeño río encajonado, con bordes de cemento. Llegamos a la entrada de la “reserva ecológica” con el sol del mediodía en la frente. Yo tenía mucho calor. La zona estaba llena de gente. Empezamos a recorrer un camino de ripio, rodeado de pasto. Y era como decía Natasha. Si uno miraba el camino y los pastizales que lo bordeaban, daba la sensación de que se estaba en un paisaje algo campestre. Pero si uno levantaba la cabeza unos centímetros apenas, enseguida, detrás de unos penachos como plumeros que se balanceaban con el viento, se levantaban imponentes los edificios más grandes que yo haya conocido personalmente. Además, había mucha gente, caminando, en bicicleta y sentada a los costados del camino.
- Concentración, concentración, amigo - gritaba Natasha pedaleando delante mío, y la gente la miraba sorprendida, como nos miraba a los extranjeros. El sol me empezaba a arder.
- ¿Querés que paremos? - me dijo
- ¿Es todo igual? - le dije
- Más adentro se va poniendo más tranquilo.
En efecto, pronto dejó de haber tanta gente, al menos caminando. Solo quedábamos los ciclistas.
- En el próximo parador, paramos.
- Bueno – le dije.
Cada doscientos o quinientos metros había un parador. Eran una especie de miradores hechos con maderas, que salían al costado del camino y entraban a los pastizales, como los muelles entran en el mar. Cuando llegamos al siguiente, nos detuvimos a descansar.
- Alto - gritó Natasha, levantando su brazo. Entramos al mirador y seguimos pedaleando hasta que se terminó. Nos bajamos de las bicicletas y las apoyamos contra las barandas. Nos sentamos en el piso. Estaba sofocado. Natasha no tanto como yo.
- Tenés calor - dijo
- Sí.
- No hace tanto calor. En realidad es un día hermoso para esta época.
- Es un día hermoso - repetí. Realmente lo era.
Miramos un rato los penachos moverse, y más atrás los edificios quietos y pequeños a la distancia.
- ¿Que te parece este lugar? - me dijo
- Es muy loco. Pero es lindo. Realmente es lindo.
Realmente lo era.
- Bueno, no tenés que quedar bien con nosotros. Estamos en confianza - dijo Natasha con su sarcasmo.
- No, en serio, tiene su encanto.
- A mí me gusta. No me engaño, sé que no es el campo, no te creas que soy una rata de ciudad, pero la verdad es que está bueno. Es mucho mejor que una plaza o un parque. Lástima que más para allá es feo.
Señaló hacia su espalda. Me di vuelta y vi unas chimeneas rojas y blancas que echaban humo negro, gris, blanco, y de a ratos fuego, en forma alternada. Me contó que era una destilería de petróleo, y me explicó cómo funcionaba. A veces era difícil entenderla, sobretodo cuando decía frases largas. Se le mezclaban un poco los verbos, o cambiaba algunas vocales, pero igual se expresaba claramente, se hacía entender.
- ¿A vos te interesa el tema de la ecología y todo eso?
- Es raro. Yo veo que es un tema muy importante, pero solo en la televisión. A las islas viene también mucha gente movilizada por ese tema. Yo vivo en una zona que es ecológica de por sí. Será por eso que no me interesa tanto. No me parece que fuera un problema.
En ese momento me acordé del tema del deshielo que se rumoreaba en la isla, y me invadió una sensación de susto en la boca del estomago, pero ya no quise hablarlo con Natasha. Bajé a la tierra y corté un par de penachos. Coloqué uno en mi bicicleta y otro en la de ella para decorarlas. Subí a la mía y empecé a andar en círculos.
- ¿Vamos a comer? - me dijo.
- Vamos - le dije. Cuando salimos al camino encaré la marcha en dirección equivocada.
- Ey, es para el otro lado - me dijo
- ¿Y para ahí que hay?
- Si seguimos un poco más, está el río. Pero no está bueno. Está un poco sucio, hay basura. ¿Querés que vayamos?
- No, está bien. Volvemos otro día
- Bueno
Volvimos por el camino que habíamos llegado. Ahora pedaleaba yo adelante. A mi derecha había una laguna con patos y detrás la avenida.
Almorzamos en un bar de comidas rápidas, frente al río encajonado.
Hablamos un poco más, pero yo me empezaba a sentir mal. Había tomado mucho sol. Cuando fui al baño me vi en el espejo y mi cara me dio impresión. Tenía la piel roja. Los párpados hinchados. Cuando volví a la mesa vi que Natasha también estaba bastante quemada, aunque no tanto.
- Me parece que tomamos mucho sol
- Sí. La verdad que es la peor hora para tomar sol. Si en la cancillería llegan a saber que te dejé así, me matan. Me van a decir que no te cuidé.
Me acuerdo que me quedé mirándola, y pensé en el idioma. Creo que fue en ese momento cuando saqué la conclusión de que Natasha se expresaba realmente muy bien en mi idioma, que se hacía entender, y todo eso. Pensé que hablar en otro idioma quizás no fuera difícil, pero decir chistes, ironías, segundas intenciones, pensé que debía ser muy difícil.
- ¿Es difícil hablar en castellano? - le pregunté.
- ¿Me estás cargando? ¿Cómo me vas a preguntar eso a mí?
- Pero vos debés saber, comparando. Es más difícil. Enseñame.
- Se supone que te tengo que hacer sentir lo más cómodo posible, vos no te tenés que esforzar. Yo tengo que hablar en tu idioma!
- Bueno, dale, pero te lo estoy pidiendo yo ¡Como parte del servicio! Enseñame algo.
Ahí me enseñó la frase del tango, lo del “vos y el usted”. Y entonces me empezó a decir algunas frases, tontas, sencillas, para que yo las repita. Me enseñó a decir en su idioma “Me llamo David”, “Buen día”, “feliz cumpleaños”, “Día lindo”, “Casa linda”. Entonces le pregunté:
- ¿Porqué “día lindo” y “casa linda”, y no “día lindo” y “casa lindo”?
- Y, porque el día es masculino y la casa es femenino, David - me explicó.
- ¿Cómo masculino y femenino? Vos me querés decir que la casa es mujer y el día es varón?
- Bueno, sí, es así - me dijo dudando - la casa es femenino, el día es masculino, la silla es femenino, la mesa es femenino, el sofá es masculino.
- Y ¿por qué?
- ¿Cómo por qué?
- ¿En qué se basan para hacer esa distinción?
- Bueno, es así, la verdad es que nunca lo había pensado - y repitió, pensando - la casa es femenino... el día es masculino... ¡Es así!
- Disculpame, Natasha, pero ¿me podés decir donde tiene el día un… pene? ¿Es que nosotros no se lo vimos?
Se rió, y siguió:
- Pero es así. No tienen pito, nunca lo había pensado, pero hay algo sexual en las cosas. Mirá, el sol es varón, la luna es mujer.
- Pero, ¡eso es estúpido! ¡Es la primera vez que lo escucho!
- Bueno, no sé bien como explicarte. Me parece que tendrías que hacerle estas preguntas a un profesor de lengua. O a un psicólogo –dijo riendo, y agregó: -¡O a un filósofo!, pero, es así, las cosas tienen sexo acá.
- Las cosas tienen sexo - dije.
Se acercó la moza, y preguntó si queríamos tomar café, según me explicó después Natasha.
- ¿El café es varón o mujer? - le pregunté
- Es varón - me dijo, riendo.
Devolvimos las bicicletas (mujeres), y fuimos caminando hasta el hotel (varón). Caminar no tiene sexo. Los verbos no tienen sexo, solo las cosas. Natasha me acompañó a una farmacia a comprar una crema, y me recomendó que tomara alguna aspirina.
- Me parece que tenés fiebre - me dijo.
- Sí, parece.
Sentía pequeños escalofríos. Llegamos al hotel algo después de las cinco de la tarde. Natasha se despidió, y me dijo:
- Estuvo divertido, la verdad es que me dejaste pensando. Estos días me dejaste pensando. Ayer, me fui a mi casa pensando casi en inglés, de tanto hablarlo con vos, y hoy me voy con esto. La verdad es que es interesante.
Yo me sentía muy cansado. Me pesaban los brazos. Cuando nos saludamos, y la besé en la mejilla y le toqué el brazo con mi mano, me repitió.
- Mhh, tenés fiebre - y agarró mi mano con la suya
- ¿Las manos son mujeres o varones? - le dije.
Fue el último chiste del día.

4. Fiebre

Natasha se fue, y yo subí a mi habitación enseguida. Me bañé con agua caliente, que después fui enfriando para que bajara la fiebre. Tomé mi aspirina. Pedí que me trajeran un té, y me puse la crema que estaba muy fría pero me aliviaba. Me tapé hasta la cabeza tiritando, y me dormí enseguida, hasta el día siguiente.
Me desperté todavía con fiebre. El día estaba nublado. Pedí que llamen a un médico. Mientras lo esperaba me dormía y me despertaba. Dormitaba. Soñaba entre despierto y dormido. Pensaba en Natasha. En el sexo de las cosas. Pensaba nombres de cosas y les ponía sexo: termómetro caballo red pelota islas arboles aviones nubes Natasha hotel calle piedras autos mañana noche día. No podía parar. Siempre que tenía fiebre me pasa algo así. Soñaba con cosas que se repetían hasta obsesionarme, y me preocupaban como si fueran algo grave, importante y trascendente. Empecé a pensar en mi casa. En las islas, en mis padres. No era que los extrañara, pero durante todo el tiempo que había estado en Buenos Aires no me había acordado de ellos para nada, y ahora simplemente los recordaba. Sonó el teléfono. El conserje me avisó en su inglés tosco que el médico ya estaba, y me preguntaba si podía subir.
- Sí - dije.
Después de revisarme, el médico habló cosas en español con el conserje, que subió con él. Yo trataba de reconocer en sus palabras alguna de las que me había enseñado Natasha, pero era imposible.
Cuando terminó, el conserje me tradujo que yo tenía un pequeño golpe de calor, y me recomendó que tomara mucha agua, y que intercalara las aspirinas con unas gotas que me dejó. Eran las 11 de la mañana. Me extrañó que todavía no hubiera aparecido Natasha, ni hubiera llamado. Le pregunté al conserje, y me dijo que él le había avisado que yo estaba enfermo, y que por eso no había venido ni me había llamado, para no molestarme.
La fiebre no duró mucho, pero no fue un buen día ese en Buenos Aires. Después de almorzar llamé a mi casa a la isla, y hablé con mi mamá
- Ahora no me siento bien, pero la estuve pasando bien. Mi anfitriona es bárbara y esta ciudad es hermosa.
- Yo te había dicho. Es parecida a Londres. Te extraño mucho.
- Yo también. Ya se me va a pasar.
Mi madre había conocido Buenos Aires unos meses antes que yo, invitada por el gobierno y las empresas de correo argentinas. Ella y mi papá integraban el Bureau de Filatelia. Mi papá era vocal y ella asambleísta. Los habían invitado porque estaban interesados en que en Argentina y en las islas se emitiera una misma estampilla, con algún motivo alusivo a la política de apertura, y a los nuevos contactos entre ambos países.
- Borrachos, borrachos. Cuando nos invadieron estaban borrachos. Y ahora siguen estándolo – me explicaba mi madre en la primera cena que tuvimos a su regreso
- Están locos - decía mi papá, y se reían.
Habían llevado a casa una carpeta con todas las ilustraciones alusivas que proponían los argentinos. La cancillería había hecho un concurso entre pintores y dibujantes para ilustrar la estampilla que conmemorara el año del acercamiento. “El año de la paz” decía una, con la cara del Papa superpuesta con un mapa de las islas. Lo que no reparaban ellos ni mis padres era en el hecho de que el mapa no era el real. En realidad, en esa época nadie en las islas aceptaba el nuevo mapa con sus puntas más redondeadas, con menos penínsulas, y con la costa de Choiseul transformada casi en una línea recta, ya sin playa. Nunca aceptaron el nuevo mapa hasta que la realidad fue mas fuerte que cualquier intención o buena voluntad. Mis padres me decían que mi profesor de geografía estaba loco en mostrarnos el mapa con esa nueva forma y el mismo profesor nos lo mostraba como algo clandestino, midiendo sus palabras y pidiéndonos clemencia. Las islas estaban cambiando de forma. Las islas se estaban achicando. Sus partes más bajas estaban desapareciendo, se estaban hundiendo. Algún día sería un proceso irreversible si los hielos de la Antártida seguían derritiéndose.
Y el mapa que ilustraba la estampilla del correo argentino mantenía sus penínsulas agudas, como siempre. Y los mapas que publicaba nuestra oficina de turismo también. Pero las islas se hundían. Mis compañeros y yo lo pudimos comprobar cuando recorrimos algunos lugares con ese profesor, y nos mostró las costas en las que los mapas marcaban playas ya sin ellas, con pastizales altos que se metían al mar. En un principio no desconfiaba de la actitud de mis padres, ni de la del gobierno. Me parecía como que podían ser distintos puntos de vista, o quizás ignorancia. Pero me di cuenta de que definitivamente nos estaban ocultando las cosas cuando recorrí una tarde la ribera con mi bicicleta y de pronto me encontré con que había atravesado las vallas que prohibían el paso y a los cinco minutos de pedalear estuve en un lugar en el que el mar salpicaba la ruta peligrosamente, comiendo el camino. Recuerdo que lo comenté esa noche en mi casa y mis padres me dijeron que eso siempre era así, cuando subía la marea.
Con el correr de la tarde, la fiebre bajó, pero yo no logré recuperar el humor hasta la noche, cuando vi una serie inglesa en televisión subtitulada y traté una vez más de reconocer alguna de las palabras que me había enseñado Natasha dentro de las palabras escritas en amarillo, en la parte inferior de la pantalla, pero también fue imposible.

5. Caminito.

A la mañana siguiente la fiebre me dejó, pero seguí algo mareado. Casualmente, Natasha venía esta vez con un rol mucho más específico que los días anteriores, menos amigable y más diplomático.
En el desayuno ya no estuvimos tan cordiales como los días anteriores. Era como si el día en que no nos habíamos visto nos hubiera alejado. Ella estaba más seria, más distante. Incluso en el vestir. Tenía puesta una camisa de mangas cortas color beige, y un pantalón de vestir algo más oscuro. Y tenía anteojos puestos, cosa que había usado un rato la noche en que había manejado desde el aeropuerto pero que enseguida se los había sacado. Me hizo las mismas preguntas de los otros días pero ya no en su tono de agradable ironía. Me las hacía seria, como intentando cubrir baches. Yo tampoco ayudaba, algo mareado y también algo incómodo ante este cambio de escenario.
- Tengo esta carta para vos. Bueno, para tus padres, me la dieron en la cancillería.
Estuvimos un rato más esa mañana juntos. Me llevó en una combi junto a otros pasajeros del hotel. Pero no fue un paseo agradable como los otros. Me mostraron la casa de gobierno de Argentina, un obelisco, el parlamento. Pero no era Natasha quien me explicaba lo que veíamos, sino una guía de turismo que, sentada junto al chofer hablaba utilizando un micrófono, aunque no fuese necesario, porque el camioncito era pequeño y éramos sólo unas ocho personas las que lo llenábamos.
En uno de los lugares, Natasha pidió de bajar. Me explicó que aprovechaba la parada para irse directamente a la casa, porque por esa esquina pasaba el ómnibus que la llevaba, y que si se bajaba en el hotel después tendría que caminar muchas cuadras.
- Te espero esta noche en la cancillería. Te pasa a buscar un auto. Preguntale al conserje que va a tener todo listo.
Estuve a punto de preguntarle qué le pasaba, pero sentí que no podía hacerlo, porque después de todo, apenas si nos conocíamos y ella estaba conmigo por esta cuestión laboral. Desde arriba del micro la miré y ella dirigió la cabeza hacia mi lado pero casi casualmente y sin importancia cuando ya habíamos partido. El micro bajó por una avenida y después por otra hasta que llegamos a un barrio lleno de colores, pero con un olor pestilente. La guía explicó en un correcto inglés que ese lugar alguna vez había sido un puerto importante en el que habían venido los inmigrantes de Europa que poblaron la zona. También dijo que el río estaba siendo limpiado y que pronto sacarían los innumerables cascos hundidos que ocupaban el lecho. Invitó a la gente a cruzar la avenida y acercarse a la ribera del río, pero yo me quedé junto al micro. No aguantaba el olor de ese río. Me senté en un banco, en una pequeña plazoleta desde la que veía al contingente, pero también veía, cerca mío a una pareja que bailaba tango. Ella era realmente hermosa. Tenía una pollera muy corta y una flor roja en una de las ligas negras que marcaban el final de unas piernas electrizantes. El señor estaba vestido con un traje a rayas. Parecía de la mafia italiana. Tenía bigote y el pelo peinado con un brillo mojado. El baile era provocador. Ella enrollaba su pierna en el pantalón de él, y ambos se inclinaban de manera tal que las piernas de ella se estiraban, levantando su pollera aún más arriba. Sus miradas eran sugestivas. Se abrazaban fuertemente, violentamente. La gente los miraba despreocupada: parejas, hijos, junto al bafle que difundía la música. Se sumó mi contingente de turistas, que los llenó de fotos. Después recorrimos una calle estrecha que nacía junto a la plazoleta. Fue el lugar más pintoresco que jamás haya visto. La calle era más angosta que la más angosta de las calles de la isla. El piso, de las mismas piedras cuadradas grises y brillantes que ya había visto en otros lados en Buenos Aires. Casi ninguna puerta daba a esa calle y, sin embargo, todos los pequeños edificios que la rodeaban tenían sus ventanas que sí se dejaban ver. Todos estaban pintados con los colores más diversos. El lugar se llamaba “Caminito”, según nos explicó la guía, y su nombre era el mismo que el de un tango que después nos harían escuchar en la camioneta. El paseo duraba sólo una cuadra, surcada por una feria con vendedores de cuadros y pequeños adornos. Casi todos los motivos de los cuadros y de los adornos tenían que ver con el paisaje. Repetían en miniatura las casitas de chapa ondulada, los bailarines de la esquina, los colores, el piso con las piedras. En la otra punta había un señor que tocaba un bandoneón. Paramos a comer en un restaurante que estaba cerca de esta persona, y yo comí escuchándolo. La melodía tenía una dulzura melancólica, profunda. Era como el sonido del violín, pero no tan punzante, sino más acariciador. Había escuchado otras veces bandoneones y tangos, pero nunca lo había sentido tan fascinante como esa vez, que lo escuchaba en persona. También era increíble el clima que generaba el que lo tocaba, cómo se le dibujaba el rostro con cada nota, cómo inclinaba su cuerpo sobre el fuelle entre sus manos. Las teclas del bandoneón emitían un golpeteo leve parecido al ruido de una máquina de escribir, que llamativamente contrastaba con el sonido de la música. Cuando terminaba cada canción, la gente lo aplaudía, y durante todo el tiempo que estuvimos almorzando, se fue renovando el público y él fue variando su repertorio. Le dejaban monedas y billetes sobre el estuche del bandoneón que él mismo había dejado abierto en el piso, delante suyo.
Varias veces traté de participar de alguna de las conversaciones que proponía la guía en la mesa, pero enseguida me dispersaba, y mi mente se volvía a posar sobre la música.
Después volvimos al micro, nos sentamos cada uno en el mismo asiento. La guía nos hizo escuchar el tango dedicado al lugar, y partimos. El viaje fue corto. Me detuve en un grupo de chicas que caminaban riendo, y que bien podían ser amigas de Natasha, por la forma en que lo hacían. Por como caminaban, por la manera de reírse. Me angustiaba verlas. Me sentía tan lejano a todas ellas, tan torpe. Me imaginé que Natasha ya no sería la misma. En el hotel, abrí el sobre que ella me había dado. No era otra cosa que más ilustraciones iguales a las que le habían dado a mis padres, con mapas desactualizados que mostraban a las islas enteras.
Me bañé y me preparé para la cena de la cancillería. Me sentía enojado. Sentía que esa noche sería yo quien me dirigiera con indiferencia a Natasha. Porque al fin y al cabo no era tan necesaria ni tan imprescindible. Sin embargo, inmediatamente me invadía la angustia cada vez que veía pasar alguna chica de su edad, hablando en su idioma, riendo con su frescura. Por la ventana del balcón del hotel vi muchas de ellas. Pasaron muchas durante casi una hora que estuve ahí, sin hacer nada, pensando todas esas cosas.
Cuando se hizo la hora, el conserje llamó a mi coche y me llevaron a la fiesta.

6.La Fiesta

La fiesta era un encuentro organizado por la cancillería entre todos los visitantes de la isla que estaban en la argentina, y gente de la cancillería. Había además muchos jóvenes argentinos, que imaginé que habían sido convocados con el exclusivo fin de llenar espacio para que realmente fuera una fiesta con gente joven bailando y todas esas cosas.
El lugar era otro hotel, mucho, muchísimo más lujoso que el que yo estaba ocupando, con adornos dorados, borlas, pasillos anchísimos y cortinas de terciopelo bordó por todos lados. Las mesas estaban servidas de manera lujosa, redondas, con las sillas cubiertas con telas blancas. No nos sentamos al principio, sino que estuvimos parados en un hall casi tan grande como el lugar de las mesas, donde más tarde se armó una pista de baile. En ese preludio me relacioné con varias de las personas de mi edad que compartían la fiesta. Natasha no llegaba. Yo me sentía cada vez más seguro y más prescindente de ella. Hablé con una chica de la cancillería que decía ser quien le había dado el sobre a Natasha para que me lo diera a mí, para que se lo lleve a mis padres. Después me junté con unos chicos de una escuela que integraban un equipo de rugbie, muy simpáticos, aunque bastante difíciles de hacerse entender. Con la ayuda de la chica de la cancillería entendí que me estaban desafiando a hacer un partido contra algún colegio de las islas. Me entusiasmó la idea, aunque ni yo ni mis amigos jugábamos demasiado al rugbie, sino que más bien nos gustaba el fútbol. También me dijeron que a ellos les gustaba el fútbol. Les di mi teléfono y me dieron el de la escuela, para que alguna vez organizáramos algo. Bebí bastante en esa entrada previa a la cena. Me sirvieron una bebida que se llamaba fernet, que le daba un gusto amargo a la coca cola. Y me contaron muchas historias sobre esa bebida, que era curativa, y que los borrachos la tomaban para recuperarse de las descomposturas sin perder la borrachera. Era como tomar una coca cola amarga y con alcohol a la vez. La acompañamos con bocaditos salados, similares a los que se servían en las fiestas de las islas. Natasha no llegaba. Me dieron de tomar también una sangría roja que no me gustó, por lo empalagosa y dulce. La compañera de Natasha también se preocupó porque ella no venía.
- Se está perdiendo esta fiesta que, la verdad, yo no me perdería – dijo.
El salón estaba repleto, y también había gente mayor. Funcionarios de la cancillería y gente que aspiraba a ocupar algún cargo en una futura embajada en las islas. La chica me señaló a un señor alto y canoso que, casi seguro, iba a ser el embajador. Me explicó que había sido ministro de relaciones exteriores durante toda la época anterior a la política de apertura, y que había sido uno de sus más fervientes impulsores. Supe que justamente ese señor, que siempre sonreía y que parecía disfrutar de cada trago igual que yo, era el que nos había enviado, durante los años anteriores a la apertura, regalos por correo. Recuerdo que mis padres lo insultaban cada vez que recibíamos los paquetes, y que yo siempre miraba los regalos, casi a escondidas en mi casa. Nos había enviado libros, tarjetas de fin de año, y una vez hasta nos envió un video de un dibujo animado que según la carta que lo acompañaba transmitía un mensaje de fraternidad entre los pueblos. Recuerdo que en aquella época, cada fin de año esperaba, además de los regalos de mis parientes, éste que venía de la Argentina, que nunca era bien recibido en mi casa y que terminaba en algún cajón.
Mucha de la música de la fiesta era la misma que podía escucharse en las fiestas de las islas. Yo estaba algo mareado y empezaba a sentirme a gusto con la amiga de Natasha, que, como nos habíamos acercado a un parlante, tenía que acercar mucho su cara a mi oído para hablarme. Estaba vestida con un vestido largo, de un color similar a la ropa que había llevado esa mañana Natasha. No era muy linda. En realidad, me recordaba a unas hermanas que vivían en mi cuadra cuando yo era chico, rubias, regordetas, de ojos celestes. Balanceaba su cabeza y algo de su cuerpo al ritmo de la música.
- Hoy escuché tango - le dije
- Ah, ¿y te gustó?
- Sí. Bueno, ya lo conocía.
No pude explicarle todo lo que había sentido al escuchar la música en vivo ese mediodía, porque el clima, o ella, no me lo permitían. Natasha seguía sin llegar. En un momento, bajaron el volumen de la música, y el señor que esperaba ser embajador en las, en perfecto inglés, aunque sin gracia (como la amiga de Natasha, la guía de turismo y toda la gente que escuché hablar inglés a diferencia de Natasha):
- El gobierno de la República Argentina quiere darles la bienvenida, y decirles que las puertas de este país están abiertas a todo hombre de buena voluntad que desee habitarlo, y sobre todo a ustedes, a quienes nos une un afecto que brega cada día por dejar atrás un pasado de violencia y desencuentros. Los invito a pasar a los salones comedores y a disfrutar de esta fiesta, y de su estadía en este país que los recibe con amor.
Los mozos nos señalaron el camino, y todos los que estábamos en el hall pasamos a los dos comedores que estaban uno a cada lado. Uno de los salones quedó semivacío, ocupado por los funcionarios de la cancillería y toda la gente mayor. Hacia el otro fuimos todos los jóvenes de la fiesta. Nos sentamos y trajeron el primer plato. Era una pasta de salmón ahumado acompañada por una guarnición que no puedo recordar, decorada con montoncitos de caviar. La amiga de Natasha se divertía con los chicos del equipo de rugbie que compartían la mesa conmigo. La música, que ahora estaba a bajo volumen, se interrumpió en un momento para darle lugar otra vez a las palabras del futuro embajador.
- Señores, tengo la grata sorpresa de tener que presentarles a una visita que no estaba prevista, o mejor dicho que no nos imaginábamos que vendría aunque, obviamente, nos honra profundamente con su presencia. Señores, les pido que nos pongamos de pie, para recibir, con un aplauso, al presidente de la Nación.
Hizo una seña hacia la entrada, y todos se pusieron de pié para recibir al hombre de guantes blancos que entraba rodeado de varias personas. En ese instante, también, entró Natasha por una puerta de un costado, y se ubicó en la silla junto a su amiga, y la saludó con un beso. Después me miró a mí y me hizo un saludo con la mano. Estabamos algo lejos. Le dije “¿Cómo estás?”, me hizo una seña y una sonrisa que quiso significar un “bien”.
En todo ese interín, los aplausos que habían comenzado con la entrada del presidente continuaron de fondo. Natasha estaba con un vestido de hilo, tejido, de color violeta oscuro, y un saco negro también tejido, que dejaba pasar el blanco de su piel. Yo intentaba ver al presidente y a su comitiva pero volvía la cabeza a cada rato para ver a Natasha. Trataba de disimular, y aplaudía yo también como ella, como su amiga y como todos los que estábamos en todas las mesas.
El presidente sonreía entrecerrando los ojos y mirando hacia abajo, hasta que por fin se hizo un silencio. El presidente no habló en inglés. Mientras comenzaba su discurso yo miré alrededor, sorprendido de que nadie tradujera lo que decía. Natasha le pidió a su amiga que la dejara ocupar su silla, y se cambiaron de lugar. Entonces empezó a traducirme:
- Queremos decirles... que estamos muy contentos de que estén aquí... también que estamos orgullosos de que nuestros jóvenes... tengan la posibilidad de acercarse y relacionarse con los jóvenes de las islas... para ver... que en realidad... son más las cosas que nos unen... que las que nos separan...
Natasha hablaba en mi oído, susurrando, y soplando. Sentí una alegría que me invadió hasta la emoción. Sentí que la recuperaba. Aunque enseguida traté de evitar esa ilusión, temeroso de que no fuera más que eso.
Terminó el discurso, aplaudimos todos y nos sentamos.
- Hola - volví a decirle a Natasha.
- ¡Hola! - me dijo, y me dio un beso, afortunadamente sonriente y fresca. La amiga le preguntó algo en su idioma, que ella respondió, traduciéndome a mí lo que decía: que había llegado tarde porque había estado durmiendo la siesta y que cuando se levantó no tenía nada que ponerse y que había dado un montón de vueltas antes de venir. La amiga le dijo algo en su idioma y después me dijo:
- ¡Está linda!, ¿No?
Yo sonreí.
Se fueron sucediendo varios platos distintos de comida, Natasha fue presentada a los integrantes del equipo de rugbie que no la conocían, y en un momento se apagaron las luces del hall donde habíamos estado al principio, y se encendieron otras de colores, y se subió la música. La mayoría salió a bailar. Fuimos todos los de la mesa y bailamos en grupo, todos con todos al principio. Natasha bailaba despacio, como ajena. Algo parecida a la manera en que bailaba yo, que me sentía incómodo, con miedo a hacer el ridículo. Después vi que todos bailaban de distintas maneras, sin darse importancia unos a otros. La amiga de Natasha se movía más, con los brazos arriba. Pronto empezaron a sentarse algunos, ella se quedó con uno de los rugbiers, y yo con Natasha, por suerte, que empezaba a sentir más cerca. Quería preguntarle qué le había pasado a la mañana pero volví a sentirme sin derecho a hacer ese tipo de preguntas. Ella miraba hacia los costados y se acomodaba el pelo o un bretel del vestido. Yo miraba por sobre los hombros de ella a la otra gente que bailaba, a las mesas, a los mozos, hasta que volvió a bajarse la música, para que sirvieran más comida en las mesas.
Fuimos a sentarnos y yo seguí sin decir nada, hasta que por fin ella habló:
- ¿Cómo la pasaste hoy, después de que me fui?.
- Bien, la verdad que estuvo bueno. Me encantó el lugar que conocí: “Caminito”
- Ah, ¿viste qué lindo?
Pudimos hablar de más cosas. Y me sentí realmente a gusto cuando me di cuenta de que me encontraba contándole lo que me había pasado al escuchar el tango y el bandoneón, y cuando sentí que me entendía. Tomamos algo de vino blanco, dulce, que sumado a los aperitivos del principio quizás me animó a respirar profundo, y decirle:
- ¿Por qué me entendés?
- ¿Cómo?
- Sos la única que entiendo, y... ¿vos me entendés a mí?, ¿no?
- Sí, claro que te entiendo. Me gusta hablar inglés, bueno, pero, no hablo tan bien ¿o sí?
- Sí, sí, me gusta... hablar... con vos - dije pausadamente, luchando con una fuerza que me empezaba a trabar. Ella sonrió. Nos quedamos callados un rato largo. Después hablamos con las otras personas de la mesa, se reanudó la música y varios fueron a bailar.
- ¿Se puede recorrer este lugar?
Miró alrededor. Miró a su amiga que hablaba ahora con un funcionario de la cancillería que se había acercado a la mesa. Inclinó la cabeza, levantó un hombro, ya sin el saco que estaba sobre la silla, y dijo:
- Sí - y me agarró de la mano.
Caminamos por el pasillo ancho por el que habíamos entrado, lleno de espejos y de alfombras, y ese mismo pasillo daba a otros pasillos más pequeños que se apartaban hacia ambos lados, como calles, de vez en cuando. Entramos a uno de esos pasillos algo más angostos. Tenían lugares para que se sentara la gente, sofás mullidos con mesas bajas. En el primer pasillo que entramos había una señora sentada, con dos hombres conversando. Salimos, y pasamos al pasillo siguiente. Allí no había nadie. Natasha iba caminando delante de mí, tomándome de la mano. Mi mano y su mano transpiraban. Cuando nos sentamos nos soltamos. Eran sillones muy cómodos y blandos. Levantó las cejas y los hombros. Nos miramos intentando distintas muecas para decirnos algo, sin lograrlo. Frente a nosotros había otro sillón, y detrás un espejo inmenso. Inevitablemente, nuestras miradas volvieron a encontrarse en el reflejo. Nos evitamos otra vez y otra vez nos miramos, pero nuevamente a nosotros mismos, ya sin el espejo.
- Hola - le dije.
- Hola, David.
- Te extrañé.
Los dos apoyamos las espaldas en el sillón. Hasta ese momento no lo habíamos hecho. Quedamos juntos rozándonos los brazos. Intenté una inclinación de la cabeza hacia su lado, que ella respondió, haciendo lo mismo. Sentí su pelo tocar el mío. Levanté los ojos y la vi, nos vi, en el reflejo del espejo. Giré, la abracé y la besé. Nos besamos un largo rato, y fue una alegría cuando sentí que sus manos también se sumaban, tocándome la nuca, jugando con mis orejas. Nos acariciamos con las caras y después nos fundimos en un abrazo largo, los dos callados, respirando profundo y escuchándonos respirar. Cuando salí de ese momento de concentración absoluta, en el que todo había desaparecido y no había nada más que nosotros dos abrazándonos, le dije:
- Que lindo. Que lindo.
Y se acurrucó una vez más en mis brazos, y una vez más se fue todo lo demás por un rato hasta que volvimos a la fiesta, a bailar con su amiga y el resto de la gente.
Los mozos trajeron unos postres y todos volvimos a las mesas a tomarlo. Era helado. Jugueteábamos con el helado y las cucharitas y cuando nos abrazamos en la mesa, ni la amiga, ni los jugadores de rugbie preguntaron nada.
Volvimos con ellos en el auto de la cancillería. Me dejó a mí en el hotel, que quedaba cerca, y siguió camino para llevar a todos los demás. Nos saludamos con un beso pequeño, cariñoso, confiado, que quedó en mi boca hasta que entré en mi habitación, alegre por sentir ese beso tan natural, como si no hubiera sido novedoso ni para ella ni para mí el haber estado besándonos, como si todas las dudas anteriores nunca hubieran existido y sólo nos uniera una relación de hace tiempo, cotidiana y hermosa. Me reía. Me reía imaginándome que quizás ella estuviera pensando lo mismo, o hablándole de mí a su amiga, o aguantando las bromas de los compañeros de la mesa en el auto. Tardé mucho en dormir por última vez en aquella cama. Salí varias veces al balcón a disfrutar del vientito cálido y calmo de Buenos Aires. Me dormí cerca de la ventana, pensando en el día que empezaba, y acurrucándome en la cama, sintiendo que la abrazaba y sintiéndome abrazado.

7. Último día en Buenos Aires.

Me desperté cerca del mediodía, con un fuerte dolor de cabeza, pero decidido a levantarme enseguida. Mientras me bañaba y pensaba cómo hacer para que Natasha viniera, llamó ella. La noche anterior no habíamos acordado un llamado o una cita, y yo no quería que se nos escapara el último día.
-Hola- le dije en forma cariñosa, como intentando revivir la ternura de la noche anterior.
-Hola- me contestó en el teléfono
-¿Dónde estás? ¿Vas a venir?
- Acá. Estoy acá, en el hall.
- Ah, ¡maravilloso!- me alegré- ¡Subí, subí!- le dije.
Terminé de bañarme y me vestí. Atendí la puerta con los pantalones puestos, la camisa a medio abrochar y descalzo. Nos dimos un beso cortito, yo tomándola de las mejillas, y ella entrando pronto a la habitación. Se sentó en la cama.
- Bueno, hoy te vas. ¿Qué vas a hacer? ¿Adónde vas a ir?- hablaba en un tono de forzada indiferencia, lindante con el enojo- Te quedaron un montón de lugares sin conocer. No llegaste a ver ni la mitad. La capital la tenés incompleta y todavía no viste nada de la provincia- sacó una lista con membrete de la cancillería, y empezó a enumerar: - no viste el puerto de Olivos, no conociste el río, no fuiste a El Tigre, que es muy pintoresco. Ahí tenías una feria con cosas artesanales, típicas de acá para llevarte: dulces, aceitunas, y un montón de cosas.
- En el avión no dejan llevar comida.
Otra vez estábamos a la misma distancia que la mañana anterior, cuando nos había sido imposible comunicarnos y ella se había ido sin más, fría. Mientras me ataba los zapatos la miraba. Como siempre, era imposible para mí no hacerlo. Pero esa mañana otra vez tenía su aire oficial, que la hacía menos atractiva. Fue la única vez que la vi en pantalones, de tela gris, liviana, ceñidos. Tenía una camisa de un color parecido y un chaleco.
- ¿Hace frío hoy?
- Sí, no sé. Yo tenía un poco de frío. Está más fresco que ayer. Tuviste suerte, te tocó buen tiempo los días que estuviste.
No me puse un abrigo. Supuse que no haría tanto frío. Cuando salimos lo confirmé. Ya en la calle, intenté sin éxito cambiar el clima, haciendo comentarios triviales, señalando los carteles y las vidrieras. Decidimos ir nuevamente a la “Reserva Ecológica”. Creo que cuando tomamos esa simple decisión nos empezamos a acercar otra vez. La sorprendí dos o tres veces sonriendo. La toqué varias veces, aprovechando un comentario o un obstáculo en el camino.
- ¿Por qué estás enojada?
- No, yo no estoy enojada... por qué voy a estar enojada. No tengo motivos.
Y lo dijo enojada, o molesta, porque la invadí, o porque dije algo que no debía.
- Nosotros no nos conocemos- dijo después, contundente y más segura.
- Bueno, no es para tanto. Creo que nos conocimos bastante en estos días.
- ¿Nos conocimos? ¿En cuatro días?
- Bueno, yo estuve muy contento con vos, estos días. Ayer me encantó- le dije, mirándola con mi mejor cara de ternura, intentando encontrar alguna complicidad. Hizo una mueca con las cejas, como de duda, y paró un taxi. Cuando el taxi estaba al lado nuestro, se dio cuenta que no me lo había preguntado, y me dijo:
- ¿Vamos en taxi?- y justificó, con una especie de sonrisa:
- Invita el canciller.
Le indicó al taxista a dónde íbamos, y a las diez cuadras llegamos a la reserva ecológica otra vez. Volvimos a recorrer el camino hasta el portón de entrada, y allí tomamos uno de los caminos de piedras.
- No me contestaste.
- ¿Qué cosa?
- Por qué estabas, o estás, enojada.
- ¿Ustedes, los... – se detuvo antes de decirlo en su idioma- malvinenses - y siguió en el mío- son así?- y terminó la pregunta:
- ¿Ustedes se creen que conocen a alguien en tres días?
- Yo no soy... –intenté decir su palabra, pero no pude. Ella repitió:
- Malvinenses
- Yo soy británico, pero nosotros no somos así. ¿qué tiene que ver? Yo siento que la pasamos bien, y creí que algo nos habíamos conocido. Aparte, vos a nosotros no nos conocés.
- No sos el primero que viene a visitarnos, David- intentaba bajar el tono de la discusión, pero ya era tarde.
- ¿Y a todos nos besás? ¿Es parte del servicio?
Pensó un instante una palabra antes de decirme:
- Estúpido – lo dijo mal, en un tono torpe, casi ni se le entendió. Me sonreí, porque me imaginé que pocas veces usaría esa palabra, aunque seguramente la habría escuchado en alguna película. Ella notó que a mí me causó gracia eso, y no menos enojada, pero sí algo sonriente, dijo:
- Sé otras peores.
Y salió del camino, a uno de los miradores en los que habíamos estado el otro día. Pensé que ya no tenía sentido seguir hablándole y seguí caminando por el camino. Ella me había dicho el otro día que por ahí se iba al río. Cuando me vio que seguía caminando, me gritó:
- ¿Adónde vas?
No le contesté. A esa altura noté que otros caminantes nos miraban. Caminé un rato más solo, hasta que me alcanzó:
- ¿Adónde vas? No vayas al río. Es feo el río. En serio, no vayas al río. No vayas para allá- y me tomó del brazo.
- ¿Por qué?- le pregunté.
- En serio, es feo, pará, sentémonos ahí, charlemos. Dale.- y por fin intentó una sonrisa. Accedí a que nos sentáramos porque después de todo mi objetivo no era ir al río sino estar con ella. Nos quedamos un rato largo callados, los dos sentados, los dos sin querer ser el primero en hablar. Hasta que apoyó su brazo en el mío, inclinándose hacia un costado. La miré tratando de sostener el enojo y posó su cabeza sobre mi hombro. La abracé, y paró el viento. Era cierto. No era un día soleado como los anteriores, pero era mil veces más agradable que el viento de las islas, y el frío que haría por esos días. Le froté el brazo y toqué la tela de su chaleco, pensando en lo fresco que era para ella ese día. Y repetí, muy lentamente, palabra por palabra.
- A mí... me... gustó... estar... con vos... todos... estos... días- y seguí- y me hubiera gustado quedarme más tiempo.
Se puso a cantar algo en su idioma muy despacito. Tenía una voz muy dulce. Nunca supe qué cantaba. Y dijo:
- ¿Qué vamos a hacer? Hay días que me pongo triste, muy triste. Es como una pelota que se me instala acá, en la garganta- y se tomaba el cuello con una mano, mientras se le ponían brillosos los ojos- no sos vos. Es todo. Veo todo gris. Todo negro. Todo imposible. Nada sirve para nada. Lo que un día veo bueno al otro día se me hace torpe, en vano, inservible. Es muy difícil de explicar, y vos no me conocés, por eso te digo.
- Pero a todos nos pasa. A mí me pasa, a veces, en las islas, que veo todos los días iguales. Pero, no sé por qué, este viaje me hizo tan bien, y hasta ahora vi como que todo era posible. Por un momento vi todo perfecto. En la fiesta fue todo perfecto –la miré y le di un beso pequeño, en los labios- vos decís que yo no te conozco, o que vos no me conocés, pero yo en ese momento, cuando estábamos en el sillón, y la música sonaba lejos, te amé. En serio.
Nos abrazamos fuerte. Estuve a punto de llorar. Creo que ella también. Después nos estuvimos besando un largo rato, y volví a sentir su ternura accesible, como en los otros días. Disfruté con los ojos cerrados durante instantes los besos que eran como viajes eternos que hacía mi boca dentro de la suya, explorando cada centímetro del terreno, comprobando que no había nada más hermoso en el mundo que ese beso que me daba Natasha y que yo le daba, hasta que nos separábamos un instante para tomar aire y otra vez a empezar, sin hablarnos, acariciando yo su pelo y ella mi espalda, y a veces yo su cuello, sintiendo sus manos suaves, su perfume, su pelo finísimo, tocando sus orejas, bajando a la cintura y volviendo a empezar veces infinitas.
Después de un largo rato, en el que empezó a atardecer, caminamos en dirección al río. Era cierto. No era agradable el paisaje que vimos. Cuando íbamos llegando me gustó la inmensidad marrón que se iba acercando y se extendía hasta el horizonte, con pequeñas olas. Me hacía acordar a las islas. Pero cuando llegamos a la costa vi la playa, de piedras que no eran rocas, sino escombros, ladrillos partidos, basura.
- ¿Por qué esto es así?
- ¿Viste? Te dije – me explicó que todos esos terrenos habían sido ganados al río, y que se habían rellenado con desechos de la ciudad. Que antes de existir esa Reserva Ecológica solo había sedimento, barro y algunos arbustos que traía el mismo río desde lejos.
- En Holanda dicen que hay zonas parecidas – dijo- aunque no sé si serán así.
En la orilla había chicos jugando entre las piedras, tirando latas al río, bañándose algunos.
- ¿No está contaminada? –le dije
- Sí- me dijo.
Un tronco caído le servía a un grupo de chicos que lo usaban de barco, o balsa. Subían y bajaban. Se zambullían en el agua marrón, entre risas y gritos. Uno de ellos se paraba en una punta y gritaba con las dos manos junto a la boca, a manera de megáfono. Le pedí a Natasha que me tradujera:
- ¡Hombre al agua! – gritó ella, repitiendo el gesto del chico. El chico se tiraba al agua y algunos lo rodeaban. Se tiraban del pelo y jugaban a pelear. Se tiraban barro unos a otros. Tenían pantalones cortados y se metían al agua con la remera puesta.
- ¿Sabés que dice ahí? – dijo señalando un cartel que estaba en la orilla – “Prohibido bañarse, Aguas contaminadas”.
Nos quedamos mirando a los chicos chapotear un rato.
- ¿En las islas hay gente así?
- ¿Así como?
- ¿Hay gente que duerme en la calle, con el frío que hace allá?
- No. Pocos. Borrachos, a veces. También hay extranjeros que trabajan en la calle, o en las obras en construcción, en los lanares, que creo que están mal.
- Acá hay un montón de gente así. Yo me siento mal a veces por ganar lo que gano. Yo gano el doble de lo que gana mi papá, y a mí apenas si me alcanza, y casi nunca los puedo ayudar. Pago el alquiler, y las cuotas del traductorado, y un montón de cosas que tengo que comprar para mi casa. Tengo una señora que viene a limpiar el departamento una vez por semana. A veces pienso que capaz tendría que dejar que mi mamá venga a limpiar ella, y pagarle a ella. No, pero sería horrible. La señora que viene a mi casa me hace acordar a mi mamá. No solo limpia: ordena, principalmente, y me reprocha cuando no compro algún artículo de limpieza. Tiene la edad de mis viejos.
- Y tus viejos, cuantos años tienen.
- Cuarenta y seis y cuarenta y ocho. Mi papá cincuenta y ocho. Todas mis compañeras de trabajo tienen gente que trabaja en sus casas con la edad de mis viejos, o de los suyos. Antes eso no era así. Me parece que antes las mucamas eran jóvenes y trabajaban en casas de familias en serio. Los patrones eran grandes y las mucamas eran jóvenes.
- Sí, la mucama de las películas, con uniforme negro y delantal blanco, pollera cortita, que servía el té.
- Sí – se rió.
Caminamos por la costa bordeando la playa de piedras. A medida que nos fuimos familiarizando con el terreno aparecieron algunos árboles bajos, pasto en el piso. Montículos de rocas. En un lugar, la costa subía y comenzaba un matorral con muchos árboles, inaccesible. Nos sentamos cerca de allí, mirando al río. No había tanto escombro en esa zona.
Nosotros nos reíamos de verlos jugar. De pronto empecé a sentir una débil sirena, similar a las de las alarmas de los coches. Era una camioneta que se acercaba a paso de hombre, diciendo cosas a través de un parlante. Natasha me dijo que estaban avisando que era hora de irnos, que la reserva iba a cerrar sus puertas. La gente empezó a juntar sus cosas y volverse. Nosotros también. La camioneta pegó la vuelta y los chicos se subieron a la caja, corriendo, algunos descalzos. Aprovechaban el viaje de la camioneta para no volverse caminando. Otros, en bicicleta perseguían de cerca de la camioneta y les gritaban cosas a los de arriba. Volvimos abrazados por el camino de pedregullo, viendo como el sol se acercaba a los edificios de la ciudad, y casi en silencio.
Volvimos al hotel. Ella esperó en el hall a que yo me vistiera y fuera a buscar el bolso. Me sentía triste por irme, pero a la vez alegre por haber estado allí, por haber conocido a Natasha.
Llegó el auto, Natasha le pidió al chofer que se fuera, y manejó ella hasta el aeropuerto. Desandamos el camino de la autopista, que habíamos hecho el primer día. Empezaba a anochecer. Retomamos algunos de los temas que habíamos hablado los otros días. Creo que fue un pantallazo, un recuento de lo que nos habíamos dicho. Hablamos del idioma, del lugar, de las diferencias, del mar, de las islas, del ritmo de trabajo de la ciudad. No sé si ella estaba triste. En un momento, al costado de la autopista vimos un gran barrio de casas hacinadas, de chapa, o madera. Eran como las chozas de algunos granjeros. Como los galpones en los que se guardan herramientas. El sol ya se había ido pero el cielo todavía estaba algo claro detrás de esas casas. Sobre ellas, en un momento, vi un cartel con el mapa de mis islas, iluminado e inmenso, con una leyenda que le pedí a Natasha que me traduzca. Ella se rió y dijo, como alguien que ya tiene confianza y nada que ocultar, en mi idioma:
- Las Malvinas son argentinas.
Vi al cartel pasar al lado nuestro e irse detrás, dándome la espalda y alejándose a toda velocidad.
- ¿Y para qué las quieren? – le pregunté
- ¿Qué cosa?
- Las islas, ¿para qué las quieren?
- Y... para que sean nuestras. Vos no entendés, pero las islas están al lado nuestro, ustedes están a miles de kilómetros.
- Yo vivo en las islas.
- Bueno, pero yo digo los ingleses.
- Bueno, pero yo no soy británico.
- Y qué sos.
Pensé un rato. Nunca me sentí británico, con los años fui confirmando que no era el único, pero allí dudé, y finalmente contesté lo que era en ese momento:
- Británico.
Nos quedamos callados un rato. Natasha ya había prendido las luces, como todos los autos que pasábamos y nos pasaban, como los que venían de frente, por el carril contrario, como las luces del costado y del centro de la autopista, como la pintura fluorescente de las barandas que la bordeaban, y de las líneas que marcaban los carriles. Llegamos al último puesto de peaje, y en el instante que le daban el ticket y el vuelto me hizo una caricia en la cara y dijo:
- Te voy a extrañar un montón.
En el aeropuerto la despedida fue corta. Quizás no queríamos pensar que era la última vez que nos veríamos, o quizás no era tan triste.
- Este viaje fue buenísimo para mí. Y no puedo creer la suerte que tuve de haberte conocido. En serio – le dije
- Yo también.
Nos saludamos con un beso largo y subí a la escalera mecánica. Ella me saludó con los dos brazos en alto, balanceándolos lentamente de un lado hacia el otro.
Después que pasé por la aduana, subí al avión y ya no la vi mas, retomé el pensamiento del hotel y las últimas palabras que le había dicho. Estaba contento de haberla conocido, pero también me invadía una angustia por no volver a verla, ni a ella, ni al ritmo de la ciudad, ni a los miles de coches, ni a los grupos de chicas que pasaban riendo, ni a esa música, ni a volver a ser el invitado, ni a que la gente tratara de hablar en mi idioma, ni a ser el protagonista. Tenía miedo de perder todo eso. Quería llevármelo todo conmigo. Mientras el avión empezaba a carretear muy lentamente pensaba que hubiese sido más lindo ver a Natasha en la pista, desde la ventanilla, pero eso no era posible. Miré hacia la terraza y no la vi. Tampoco en los ventanales de la confitería. Había mucha gente. El avión tomó velocidad y se elevó lentamente, en tres o cuatro enviones y yo miré hacia atrás, a la playa de estacionamiento para tratar de identificar el auto de la cancillería entre todos los que estaban en fila, que se achicaban cada vez más, como todos esos recuerdos. Como todo ese continente, que pronto desaparecería, y me dejaría solo en las islas.
Sentía nostalgia, pero me sentía feliz de que todo eso hubiera ocurrido, y estaba seguro de que si todo eso no hubiese ocurrido, muy difícil hubiera sido vivir en las islas los años que vendrían.

PARTE II: 8. Lo primero que hice en las islas.

Lo primero que hice cuando llegué a las islas, fue tratar de dejarme la barba. Fueron tres pelitos al principio. Hasta ese momento yo me afeitaba una vez por semana, o cada cinco días. Pero no me gustaba, porque solía lastimarme el lunar que tengo cerca de la boca. Además, se me ocurrió que podía ser lindo dejarme la barba. Lo pensé en el avión, cuando estaba por aterrizar. Una de las veinte personas que viajaban conmigo tenía barba y leía un libro con una tranquilidad envidiable, mientras se acariciaba la barba. Me imaginé que seguramente fumaría en pipa, aunque ya hacía tiempo algo más de cinco años que regía la prohibición de fumar en los aviones. Me imaginé que esa persona tenía su vida ya en marcha, o al menos más en marcha que la mía. Traté de pensar porqué viajaba. Imaginé que tenía un buen trabajo, que le daba la posibilidad de viajar. Imaginé que vivía en pareja, o solo, pero sin problemas. Imaginé que tenía un hijo chico, al que llevaba a caminar por la plaza en verano, cuando el tiempo lo permitía, y que cuando el tiempo no lo permitía se quedaban en la casa jugando. Me imaginaba que él le explicaba, sentado en la mesa de un comedor, algo a su hijo. No sabía muy bien qué. Pero le enseñaba a usar algo. Le hacía conocer sus mañas y sus secretos, haciéndose un alto entre sus ocupaciones, que le daban la posibilidad de hablar con su hijo cuantas veces quisiera.
Por eso intenté dejarme la barba cuando llegué a la isla, aunque no fue posible esa vez. Mi adolescencia no me daba más que unos pocos pelos, separados, que se esparcían irregularmente por la barbilla, el bigote y las mejillas. Primero andaba con esos pelos, contestando con una sonrisa cuando me preguntaban:
- ¿Te estás dejando la barba?
Me lo preguntaba mi madre. Me lo preguntaban Martin, Arthur y todos los que me conocían. Cuando me lo preguntó el dueño de la casa de computación en la que entré a trabajar, entendí que debía cortármela, por lo menos hasta que tuviera una presencia respetable. Después, durante varios veranos aproveché las vacaciones para no afeitarme y probar si había llegado el tiempo de usar barba. Recién dos años más tarde pude dejarme una especie de chiva y los bigotes, que ya crecían con cierta decisión. Nunca llegué a tener una barba respetable, pero al menos luego de dos años más pude dejar de afeitarme, y si bien mucha gente criticaba la escasez y la irregularidad de mi barba, al menos yo podía tocarla y sentirla en mi cara, aunque no luciera bien, y aunque tuviera espacios vacíos.

9. Cartas.

Extrañé algo a Natasha al principio, pero también me sentí bien en las islas. En alguna de las primeras cartas que nos mandamos mencionamos la posibilidad de que alguno de los dos se fuera a vivir a donde el otro:
“Podríamos vivir de lo que nos pagaran los periodistas para hacernos reportajes. Sería una noticia fascinante para ellos: ‘El kelper y la argentina’”, decía bromeando en su segunda carta, pero fue una idea que se fue diluyendo a medida que avanzaron las cartas y los meses.
Las primeras cartas con Natasha eran apasionadas. O tristes o felices. O las dos cosas a la vez. Nos decíamos que nos extrañábamos y era cierto. Al principio nos jurábamos la seguridad de que éramos los únicos en nuestros pensamientos. Pero después, como debía suceder, empezamos a dejar de hablar de esa exclusividad y, casi imperceptiblemente, entre carta y carta fuimos dejando de ser futuros amantes apasionados para pasar a ser poco a poco, buenos amigos y excelentes confidentes, a los que podía preguntárseles cosas que solo podía responder alguien que estuviera a la distancia, y que no hablara el mismo idioma que uno.
Eso fue para mí Natasha los años siguientes, y quizás eso fui yo para ella. Creo que a los dos nos pasó lo mismo, y fue una suerte y algo a valorar el que hayamos coincidido en eso con el paso del tiempo.
La primera carta la escribí en la granja que tenían los tíos de Martin cerca de Port William. Los tíos y la prima de Martin habían viajado a Londres y le habían pedido a él que fuera a la granja todas las veces que pudiera para cuidarla, darle de comer a los chanchos y a las ovejas y cuidar el pasto. Fue muy bueno el poder contar con un lugar así para nosotros. Nos apropiamos del viejo jeep de Linda, la prima de Martin, y lo empezamos a usar para ir y venir todos los días. Desde ese momento y durante todo el año que duró el viaje de los dueños de casa nos estuvimos encontrando todas las tardes, a las siete, para pasar la noche en esa granja, y al otro día levantarnos todos juntos aunque los horarios no nos coincidieran. Arthur entraba a la fotocopiadora a las nueve, Martin abría la biblioteca del colegio a las diez, y yo lo acompañaba, para ver si en la cartelera había algún trabajo anunciado para mí. Casi nunca había trabajos anunciados para mí en la cartelera. En realidad, casi nunca había trabajos anunciados para mí en ningún lado. Mi padre me ofrecía muchas veces oportunidades en el Bureau, pero yo no quería. No me imaginaba trabajando con él. Me incomodaba por mí, por él y por la otra gente que trabajaría con nosotros. Por eso yo esperaba conseguir otro trabajo, cosa que recién pudo ocurrir en verano.
Mientras tanto, casi todas las tardes volvíamos a encontrarnos los tres en el jeep para volver a la granja. Los fines de semana nos instalábamos definitivamente y no nos movíamos de ahí. Nos quedábamos porque nos divertía usar la casa, prender el hogar, comer desayunos suculentos, pasear en Jeep por pantanales y jugar al fútbol en el pasto, a veces, cuando el frío y el viento nos lo permitían.
Ese fin de semana nos quedamos jugando a las cartas hasta tarde, comiendo cosas, fumando y tomando. Conversando con la tele puesta en películas que sólo vimos de a ratos, cuando aparecía alguna escena interesante. Eran las primeras veces que estábamos juntos después de mi viaje, y yo me sentía a gusto de poder contarles mis anécdotas del viaje a mis amigos. El primero en quedarse dormido fue Arthur, que se tiró en uno de los sillones. La conversación con Martin siguió un tiempo más, dejando de lado las anécdotas risueñas y centrándonos en Natasha y en lo que me había pasado con ella:
- Quedamos en escribirnos, pero no me animo. No quiero empezar yo. No me animo.
- Llamala por teléfono.
- Es un lío.
- Escribile, aunque sea no le digas que la extrañás, y todo eso, pero al menos mandale una carta. Es lindo escribir cartas. Yo escribía de vez en cuando. ¿Sabés a quién le escribía? A mi prima, acá, a esta casa.
La prima de Martin era linda. Se llamaba Linda y era linda. Esa casualidad entre su nombre en inglés y su significado en castellano, obviamente me la hizo notar Natasha, mucho más adelante en una carta.
- La maestra nos había hecho mandarle alguna carta a alguien, y yo empecé a escribirle a Linda. Le escribía aunque la veía todos los días en la escuela. A veces le daba las cartas personalmente. Ella nunca me las contestaba.
En ese momento, Arthur se movió en el sofá, acomodó los almohadones y levantó la mano para acotar, con voz de dormido:
- Yo también le hubiera escrito cartas a tu prima – y siguió durmiendo.
Los dos reímos. Siempre todos le hacían bromas a Martin con su prima. En la escuela todos quisimos alguna vez ser novios de Linda. Y si Martin fue el único que no quiso fue, justamente, porque era su primo.
- Es lindo escribir. – retomó Martin mientras empezaba a extender un acolchado que había traído de alguna pieza, y se tiró a dormir en el otro sofá.
- Me robaste el lugar – le dije, cuando deduje que me tendría que ir a dormir a la habitación solo o debería acostarme en los almohadones en el piso. Martin sonrió acurrucándose debajo del acolchado, y dijo:
- Por lo menos te dejé esa otra frazada que es más abrigada. Debe ser de mi prima.
Me quedé un rato sentado al lado de la mesa, en silencio. Antes de dormirse, Martin se sentó abruptamente en el sofá y me dijo:
- Escribile ahora.
- No tengo lapicera.
- No seas boludo – me dijo, y finalmente se durmió.
Busqué una lapicera y papeles en el escritorio del tío de Martin, y escribí hasta que nacieron las primeras luces del día. Al principio no sabía si empezar con un “querida”, un “amada”, un “estimada”, un “extrañada”. Finalmente empecé simplemente con su nombre, y escribí una carta larga, llena de pensamientos que al día siguiente no se los pude contar ni siquiera a mis amigos.

10. El primer verano de esta historia.

Hasta que llegó el verano no había pasado nada importante entre todos nosotros. Recién cuando el viento fue menos fuerte, los días algo más largos, y se pudo estar más tiempo afuera de las casas, fue posible que empezaran a ocurrir algunas cosas interesantes: Natasha respondió a mi carta, mis padres se fueron a pasar el año nuevo a Londres, y yo conseguí por fin un trabajo.
Casi siempre ellos pasaban el año nuevo las islas, en compañía de amigos, pero a veces por alguna razón preferían hacerlo en el Reino Unido, con otros amigos que casi siempre eran gente de gobierno que había sido destinada a las islas algún tiempo y que después volvían allá para cubrir otros puestos. Los festejos del año anterior habían sido muy importantes en las islas, por el cambio de siglo y todo eso, pero ese año no prometía gran cosa para su inicio, quizás justamente porque lo suntuoso del anterior todavía retumbaba en nuestros oídos. Por eso era inevitable que mis padres se fueran, y se fueron.
Una mañana en que estaba con los muchachos en la granja no fue Martin finalmente sino Arthur quien me avisó que una casa de computación estaba buscando un empleado sin experiencia para hacer trámites. Fui el primero en presentarse, y la entrevista que me hicieron no fue para nada lo formal que yo había imaginado. Me atendió un muchacho algo gordo que era el único que usaba camisa y corbata en el local. Mientras hablaba conmigo atendía innumerables llamados que simplemente respondía con frases cortas con marcas, números u órdenes para que se cumplan. Así de rápido fue también como me tomó para trabajar. No creo que lo haya convencido ninguno de los datos que yo le di - que fueron pocos- pero indudablemente era más sencillo para él que yo empezara a trabajar en ese momento que tener que dedicarle más que ese rato a tener que hacer más entrevistas. Al mediodía estaba trabajando con ellos. “Disco Duro” se llamaba el local, y era mi esperanza de empezar a juntar algún peso para irme de mi casa y que alquiláramos algo en Stanley con Martin y Arthur cuando volvieran los tíos de Martin y tuviéramos que dejar la granja. Nos estaba gustando la vida independiente y queríamos seguirla. Justamente la carta de Natasha hablaba de eso, y me daba cierto celo extraño. Contaba que se había mudado a otro departamento y estaba muy contenta con la novedad, y yo sentía celos. Celos porque ella ya hacía rato que era independiente y tenía su oficio y la pasaba bien. Yo me sentía pequeño, sin trabajo y viviendo con mis padres. Además sentía celos por pensar que cualquier novio o amigo que la conociera podría ir a visitarla y hacer con ella lo que yo no llegué a hacer. Eso me ponía más celoso, desesperado. Por eso fue una alegría encontrar ese trabajo, me parecía una solución para acercarme de alguna manera a todo eso. Por eso cuando brindamos con Arthur y Martin en la granja para despedir al famoso año 2000 que iba, nos sentimos felices, seguros de que el próximo lo pasaríamos en casa propia, brindando en copas nuestras y rodeados de hermosas mujeres.

11. La prima de Martin y nuestra casa.

La prima de Martin volvió de Londres con un novio irlandés y embarazada de dos meses.
Obviamente, a nosotros no nos cayó nada simpática la noticia, pero tampoco nadie sentía nada serio por ella como para dramatizar la situación. En realidad, ninguno de nosotros conocía profundamente a Linda, porque Linda nunca nos había dado lugar para que lo hiciéramos. De todos modos, que se viniera con un europeo era como la confirmación de todo eso: nunca se había relacionado con ninguno de nosotros porque éramos poca cosa para ella y ahora, en cuanto tuvo la primera oportunidad se trajo al europeo para demostrar que ella no era mujer para isleños como nosotros.
De todas maneras, ahora los tres estábamos felices y más seguros de nosotros mismos que nunca, con casa propia –alquilada- en el centro de la ciudad. Le llamábamos la “base de operaciones”, cosa que no le gustaba a los que habían vivido la época de la invasión, porque decían que palabras como esas no debían repetirse en las islas. Para nosotros era gracioso y además era lo que realmente era: un lugar desde donde íbamos y veníamos no sólo Arthur, Martin y yo, sino todos nuestros amigos que todavía no tenían lugar propio. Tanto fue así que finalmente -y por suerte- tuvimos que darle un lugar a la prima de Martin y al Irlandés para que dieran sus clases de danza en una de nuestras habitaciones.
Linda y Arnold se habían conocido estudiando danza en Londres, y pretendieron vivir de dar clases a la gente de las islas. En un principio nos rehusamos a alquilarles la pieza, pero esa resistencia duró poco tiempo. Lo que duró esta conversación durante una cena:
- Mi prima nos está pidiendo un favor – dijo Martin
- ¿Qué favor? – pregunté yo, absolutamente desconfiado, con Arthur mirando con total aprobación a mis palabras.
- No sean boludos, che, está embarazada.
- Que se joda – dijo Arthur
- Es imposible que vaya la gente hasta la granja para estudiar danza. Ellos tienen que dar danza acá, en el centro – expuso Martin. Nosotros lo mirábamos todavía sin entender.
- ¿Y?
- ¿Y?
- Y que ella dice que podría pagarnos una especie de alquiler por usar algunas horas la pieza de adelante, para poder hacerse de un grupo de gente acá, y que después, si todo anda bien, alquilarían un local más grande.
Nuestra casa era grande, de las primeras que hubo en la isla. Martin, Arthur y yo dormíamos en la misma pieza y teníamos otra habitación libre que la reservábamos para que alguno pudiera irse solo o acompañado alguna noche, y también para que la usara todo el que quisiera visitarnos. En realidad, casi siempre terminaban ocupándola las bicicletas, pelotas, ropa sucia, y sólo a veces alguien. De todos modos, al principio seguíamos sin acceder:
- No, ¿y dónde metemos todo eso? – preguntaba Arthur.
- ¿No tienen un mango? – pregunté yo.
- No. No – respondía Martin.
Hicimos silencio un rato. Después hicimos bromas, mientras yo me empezaba a remangar para lavar los platos. Durante todo ese mes, a mí me había tocado lavar los platos. Era una tarea terrible, porque no había nada que yo pudiera hacer para controlarla o acotarla. De nada servía que yo lavara bien, mal, rápido o despacio, siempre volverían los platos, sucios otra vez, como si nunca los hubiese lavado, por más que no los lavara durante días, por más que los lavara cada dos horas. De pronto Arthur, cuando yo ya estaba concentrado en esa tarea, dijo como si hubiera descubierto algo:
- ¡Muchachos! ¡Ya está!.
Se paró con los brazos en alto, y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa como festejando un gol, en silencio, con la boca abierta.
- ¿Qué te pasa? – le preguntamos.
- Lo tengo, lo tengo – dijo por fin, y volvió a sentarse, ahora en la cabecera de la mesa. Me hizo una seña para que me sentara yo también. Me sequé las manos y lo hice. Entonces expuso su teoría, que fue contundente, clara y definitiva:
- Mujeres – dijo
- ¿¿...??
Hubo un instante de silencio, luego del cual la conversación giró en torno a nuestra fantasía de tener a toda hora la casa llena de mujeres estudiantes de danza corriendo en zapatillas de baile y nosotros detrás de ellas.
Finalmente tuvimos a Linda y su lindo novio en nuestra casa, dando clases todos los lunes, miércoles y viernes, de seis a nueve de la noche, días y horas en los que, por nada del mundo dejábamos de estar ahí.

12. El bebé de Linda.

No entiendo porqué, tres meses después, cuando la panza de Linda apenas si había crecido, el irlandés se fue a la Isla Oeste sin mayores explicaciones que las de una carta que leyó Linda delante nuestro en silencio, unos instantes antes de empezar a llorar también en silencio. Todos nos quedamos dando vueltas en la habitación, alrededor de ella, tampoco teníamos nada que decirle. Martin tomó la palabra:
- Mirá, no sé, nos dijo que vos sabías. Vino con los bolsos y la campera leñadora a cuadros al hombro, y nos dejó la carta. Nos dijo que vos sabías.
Ella decía que no con la cabeza, y alternadamente se tomaba la frente y la panza.
- Bueno, no te preocupes, nosotros te podemos ayudar – intervino Arthur. Aunque después, cuando Linda se fue, le pregunté cómo la podríamos ayudar y me dijo que no sabía. Todos teníamos un nudo en la garganta, según después pudimos sincerarnos, sin saber qué hacer.
El miércoles siguiente que vino Linda, todos estuvimos allí, aunque no con ella. Cada uno concentrado en alguna tarea sin importancia, o que hacía mucho tiempo deberíamos haber hecho. Linda recibió al grupo de alumnos, y vimos cómo uno a uno iban entrando y se iban yendo después de un rato. Uno a uno, todos los alumnos de los días miércoles se fueron yendo. Linda nos contó que preferían tomar clases con el irlandés, aunque de todos modos ya venían dudando de seguir. Decían que aunque el irlandés no se hubiera ido ellos estaban por dejar el curso. Así, poco a poco, Linda fue quedándose sin alumnos, hasta que se cerraron definitivamente todos los cursos.
- Yo no tenía experiencia – decía Linda. Decía no hacerse demasiado problema porque verdaderamente a ella no le gustaba tanto dar clases, que más le gustaba bailar. Durante un tiempo dejamos de verla, mientras ella buscaba trabajo y vivía de la plata que le pasaban sus padres, que no era mucha. Finalmente, Martin vino con la propuesta inexorable que ya todos esperábamos, y Linda se instaló en la habitación, sola, ya no a dar clases sino a vivir con nosotros aunque siempre fuera una visita para nuestra casa.
Tomó a su cargo todas las tareas que pudo, para no sentirse en deuda con nosotros, aunque mucho no podía hacer. Los platos no podía lavarlos porque le daban asco y no llegaba a la mitad sin tener que salir corriendo al baño, enojada consigo misma. Menos aún, cualquier tarea que fuera pesada, porque se encontraba todo el tiempo con alguno de nosotros tres que se lo impedíamos. Finalmente nos reunió una tarde y, luego de una amplia deliberación, todos acordamos en que podía dedicarse a ordenar. A partir de allí, entonces, todos tuvimos nuestros placards ordenados, nuestras zapatillas debajo de las camas, nuestras camas hechas, las sillas acomodadas alrededor de la mesa, floreros llenos de agua y flores. Una tarde llegué temprano de trabajar, mejor dicho, me escapé del trabajo antes de terminar, y la encontré acomodando la parte mía del placard. Los pullóveres estaban apilados y doblados uno encima del otro, y sobre la cama había camisas para planchar.
- ¿Hoy me toca a mí? – le dije.
- Parece que sí – me dijo.
Me saqué las zapatillas. Lo bueno de vivir en el centro, cerca del trabajo, y de trabajar haciendo trámites por la calle, era que muchas veces iba a combatir el frío a mi casa, a tomar algo caliente o ver televisión. Hubo un tiempo, incluso, en que casi todas las tardes iba a casa, dormía una pequeña siesta, y después seguía viaje. No era una siesta larga: quince minutos. Cuarenta y cinco en el mejor de los casos, rara vez. Sin embargo yo hacía lo posible por dormirlos y después me sentía alegre conmigo, como defendiendo algo que me correspondía. Después caminaba rápido y hacía todas las tareas apurado para recuperar el tiempo (y las hacía sin problemas) pero yo sentía que le estaba robando a alguien lo que no le correspondía, y me estaba regalando algo que merecía.
Aquella tarde, entonces, me recosté sobre la cama a mirar cómo Linda hacía esas cosas. Estaba de espaldas a mí, sentada sobre la cama junto a mí, y canturreaba alguna canción sin abrir la boca. Tenía el pelo recogido hacia arriba, sujeto con un pinche de madera hindú que en esa época usaban muchas de las chicas de las islas. Canturreaba y movía la cabeza. De pronto se dio vuelta.
- ¿Querés ver como patea?
- ¿Quien?
- El bebé.
- ¿En serio?
- En serio. Dame la mano.
Me agarró la mano y se la apoyó sobre su pequeña panza. Yo no sentí nada más que su calor, y el subir y bajar de su respiración. Sonreí, pero le dije:
- No siento nada.
- Ahí, ahí, está pateando.
- No siento nada – le volví a decir.
- Apoyá la cabeza
- ¿Cómo?
- Apoyá la oreja, la cara, a ver si sentís algo.
Apoyé mi oreja sobre su pullover, e intenté oír algo.
- ¿Y? – me dijo. Le contesté que no, levantando la mano y oscilando el dedo en alto. Oía su respiración, y ciertos crujidos de su panza.
- Hola...- le dije a la panza, apoyando mis labios sobre ella.
Linda se rió, como con cosquillas, y me apoyó sus manos sobre la cabeza. Yo rodeé su cintura y volví a hablarle.
- Eu... ¿hay alguien?
Linda se levantó el pullover y dejó ver su camiseta blanca. Después se levantó también la camiseta y mostró su panza esperando mi reacción. Entonces apoyé mi cara sobre su piel. Ella me acarició la cabeza, y yo rodeé su cadera, su cintura que nacía en la espalda y se perdía en la panza. Me sentía algo consternado, alucinado y asustado a la vez. Comencé a subir por su cuerpo. Le besé los pechos que parecían inmensos, el cuello. Ella respondió dulcemente, como imaginé que nunca antes había sido con nadie. Introdujo sus manos dentro de mi pantalón que ya explotaba. La miré con duda y le dije:
- ¿No hay problemas?
- ¿Por qué? – dijo, y miré su panza.
- No... no hay problema – sonrió.
Le quité el pantalón de algodón que tenía puesto, con cierta dificultad. Nos besamos fuertemente por un largo rato, hasta que entré en ella. Nos movíamos despacio, yo intentaba no aplastarle la panza. Estaba pendiente de la panza, pero eso no impedía sentir todo lo demás, el increíble calor de su pubis contra el mío, ya inseparables. Fue un tiempo largo, eterno. Finalmente terminamos los dos acostados en la cama mirándonos a los ojos y en silencio. Hasta que ella dijo:
- No esperes de mí más que esto.
En ese momento no supe qué responder. Después, cuando estuve solo, en la calle trabajando, y pensé, entendí, que quizás yo tampoco tenía nada más para ofrecerle.
El bebé de Linda nació en enero. Pesó dos kilos ochocientos cincuenta, y fue una hermosa y colorada rubia que Linda llamó Melody.

PARTE III: 13. Bomba.

Cuando explotó la primera bomba, yo ya manejaba la camioneta de TVI. Los vidrios vibraron y la carrocería se sacudió en un vaivén. Andrew, mi compañero, estaba abajo, en la costa, haciendo una nota sobre la erosión de las costas de la Bahía de Berkeley. Él, su entrevistado y Mark, el camarógrafo, saltaron en el lugar y tuvieron que interrumpir todo. Hasta ese momento, yo había estado sentado tranquilo, con la trompa de la camioneta apuntando al mar, los vidrios cerrados para que no se meta el frío doloroso de Junio, la calefacción prendida y la radio puesta en una emisora de la competencia. Como siempre, totalmente ajeno a los aburridos y tendenciosos reportajes que hacía Andrew intentando cobrar notoriedad y ascender posiciones en la empresa.
Cuando la primera bomba explotó yo lo miré a él, como pidiéndole una explicación y él no me miró, no sé que le dijo al entrevistado, los dos miraron hacia el lado en que había venido el sonido, y ya no pudieron retomar el reportaje por ese día. Mark comenzó a guardar el equipo. Le hice una seña a Andrew para que fuéramos a ver que pasaba y él me hizo otra seña para que esperara, habló por el celular, y después de varios minutos se despidió del reporteado y se acercó a la camioneta:
- ¿Qué hacés? – me preguntó. Yo cambiaba el dial de la radio buscando alguien que me diera una información. Mark cargó las cosas atrás y subió por la puerta trasera, como hacía siempre, sin decir una palabra.
- Menos mal que no estábamos saliendo al aire directamente – me dijo – siempre tendríamos que trabajar así, grabando. Es más prolijo, sobre todo por si pasa algo, como ahora.
- ¿Y qué pasó? – le pregunté. Andrew no me supo contestar exactamente qué había pasado:
- Fue en el Bureau. En la puerta. Pero no se sabe bien qué fue – y enseguida aclaró – No te asustes, dicen que no hay ningún herido – me tranquilizaba porque sabía, como todos, que mis padres trabajaban ahí.
- Vamos a ver – le dije
- Pero yo tengo que ir a editar la nota de los marines que hicimos ayer. Sale esta noche.
Miré hacia Mark que, inmutable, fumaba un cigarrillo.
- Bueno, al menos pasemos.
- Me dijeron que no pasó nada. Willy la fue a cubrir. No tenemos que ir nosotros.
Arranqué y encaré hacia el lado del Bureau.
- Pasemos por la puerta y después vamos para el canal. No vamos a tardar nada – dije.
- Acordate que no les gusta que las dos únicas camionetas estén en el mismo lugar. Ya nos llamaron la atención la semana pasada – advirtió Andrew. No le contesté. Seguí rumbo al Bureau. Nos detuvimos al otro lado de la plaza que estaba frente al edificio. Vimos la otra camioneta y a Willy haciendo preguntas todavía sin el equipo ni las cámaras. Había un patrullero estacionado en la vereda de enfrente. Varios curiosos rodeaban el lugar.
- ¿Qué pasó? – le pregunté a una persona que estaba en la vereda.
- Una bomba, pusieron una bomba. No saben quién fue.
Nadie sabía quién había sido. Andrew no sabía, en estudios centrales tampoco sabían nada, la gente que estaba por ahí había llegado tarde. Por la noche fui a la casa de mis padres, para ver si estaban bien, y para preguntarles si sabían qué había pasado. Mi padre sabía algo:
- No sé qué es lo que buscan. Los custodios agarraron al chico que puso la bomba. Tenía un bolso lleno de panfletos que decían “Sin Cadenas” y nada más. Esta noche, con este frío, debe estar durmiendo en la cárcel.
Volví a mi casa y Linda estaba despierta en su pieza. La luz estaba prendida y la puerta cerrada. Probablemente le estaría dando el pecho a la beba.

14. El odio de Linda.

Hacía tiempo que no le escribía a Natasha. Mientras me fui a cambiar empecé a pensar en escribirle, y en las cosas que le diría. Desde que había cambiado de trabajo no le había escrito. No había tenido tiempo, o cuando había tenido tiempo no había tenido ganas.
Mientras me cambiaba pensaba en dónde habría papel, lapicera, y en vaciar la silla llena de ropa para poder sentarme junto a la mesita y escribir. Cuando por fin tuve todos los elementos listos, empecé a distraerme con la luz de la habitación de Linda. No podía empezar a escribir, y pensaba en la bomba y que, por alguna razón, podría llegar a saber ella qué era lo que había pasado. Finalmente me acerqué a su pieza.
- Permiso.
- Pase.
Linda se mecía arriba de la cama, sentada, mientras Melody se alimentaba gustosamente, con los ojos cerrados, como si formara parte de su cuerpo. Ella levantó el paño de lana que las protegía y tapó un poco la carita de Melody.
- ¿Cómo estás?
Estaba seria, como con cierto enojo.
- Nada. Sin novedad.
- Viste lo que pasó en el Bureau.
- ¿De la bomba? ¡No me hables! ¡Por favor, no me hables! Estuve hasta recién viéndolo en la tele y soportando los comentarios de tu amigo. ¿Cómo puede ser tan imbécil ese tipo?
Linda odiaba a Andrew. Todas las noches tenía algo para decirme sobre lo que él decía por televisión. Era raro, porque yo tampoco me sentía de acuerdo con lo que él decía, pero no sabía muy bien por qué. Sentía que no tenía razón en lo que decía, pero no podía discutirle porque él armaba sus argumentos de manera irrebatible, y después de todo, lo que él decía era lo que antes o después decían otros periodistas, o las tapas de los diarios, o la tele. Andrew casi nunca salía en televisión para presentar sus notas, porque siempre se editaban en el canal y se pasaban en otro momento. Sin embargo, las opiniones que daba en esas notas siempre hacían enojar a Linda. Pero esa noche, aparentemente, había salido al aire él directamente en vivo, para conducir los flashes informativos de la noche porque aparentemente el conductor de siempre estaba enfermo o algo así. A Andrew yo lo había dejado en la empresa, me había ido y no había sabido nada más de él.
- Tu amigo se la pasó hablando de un montón de estupideces y no dijo nada de lo que tenía que decir.
- Él no dice nada, Linda. Los temas ya están todos preparados. Él tiene que presentarlos.
- Sí, pero todos los temas estaban relacionados, y él los presentaba como si no tuvieran nada que ver. Lo de la bomba fue lo primero que dijeron. Puso cara de serio y dijo que “siguen los desmanes” o que “grupos de inadaptados”, o algo así. Dijeron donde explotó la bomba y nada más. ¿A vos te parece que ni a tu amigo, ni a nadie en ese canal de mierda se le ocurrió preguntarse por qué mierda un grupo de inadaptados rompen todo lo que encuentran, tiran carteles, patean vidrieras, y hoy pusieron una bomba en el Bureau de Filatelia? ¿Pueden ser tan falsos de hacerse los que no les importa o no saben? ¿Para qué son periodistas? ¿Para decir lo que ya sabemos? Falsos. Falsos. Ponen cara de serios, muestran todo y se van a un corte. Mentirosos, me vas a decir que nadie se pregunta qué está pasando?
- ¿Y qué está pasando? – pregunté tímidamente. Yo no sabía qué estaba pasando, y nunca se me había ocurrido pensar que todas esas cosas pudieran llegar a tener relación entre sí, como decía Linda.
- Todo. Vos no te das cuenta pero algo tiene que estar pasando. Yo no sé, porque yo no ando en la calle con los que rompen todo, pero no pueden aparecer así porque sí, sin motivo aparente. Ellos lo único que saben hacer es decir que hay que matarlos “aunque a muchos no les guste”. No sé porqué. No sé porqué parece que me contestaran a mí. Si se supone que los que piensan como yo no tenemos razón, que estamos locos y atrasados, pero siempre terminan, por las dudas, contestándonos a nosotros. “Aunque algunos no estén de acuerdo”. Y claro que no estoy de acuerdo. Por más que los maten a todos hay que ver qué pasa con esa gente, por qué está así, porqué reacciona así. Qué es lo que está pasando.
La beba se movía algo fastidiosa al ritmo de los enojos de su madre. Linda se la quitó del pecho, se cubrió y empezó a balancearse más fuerte para dormirla. Con una mano libre apretó el botón del control remoto de la televisión.
- Mirá. Seguro que va a aparecer en un rato. A ver si a vos te dice algo, que es tu amigo.
Sonreí.
- No es mi amigo – dije – ¿Sabés si hay sopa en la heladera para calentar?
- Si, yo hice.
- Voy a buscar ¿Querés?
- No.
Mientras estaba en la cocina, escuché la música de la apertura del flash de noticias, y enseguida la vos de Linda:
- Ahí está, ahí está, vení, ahí está tu amigo.
Andrew estaba sentado en el centro de la pantalla, mirándonos a nosotros con aire serio. No estaba vestido como yo lo había dejado. Tenía puesto un traje claro que yo no le conocía. Miró a la cámara y dijo:
- Siete minutos pasaron de la hora cero de este martes 27 de junio. Catorce grados bajo cero en la noche más fría del año. Hoy a la tarde las brigadas de rescate destaparon las puertas de los corralones que estaban tapadas de nieve. Casi todos los operarios que trabajan en la actualización de las líneas telefónicas se salvaron del incesante frío, aunque uno de ellos está internado en terapia intensiva.
La imagen de Andrew fue reemplazada por la de las casas prearmadas en donde se alojaban los operarios. Muchas personas, tapadas con mantas, se amontonaban en una de las puertas. La cámara se acercó hasta un médico que hablaba rodeado de micrófonos y periodistas, que dijo:
- El muchacho está fuera de peligro, probablemente hoy lo trasladen a las islas canarias, porque pidió volver con su familia.
Linda intervino:
- Sí, fuera de peligro. ¿Te acordás el año pasado cuando se voló una casilla? ¿Vos supiste qué pasó? Yo no.
- Los organismos de derechos humanos continúan haciendo denuncias –siguió Andrew- por las condiciones infrahumanas en las que trabajan estos operarios.
- ¿Viste? – dije yo – viste que algo dicen.
- Sí, ahora. No sé que habrá pasado para que diga eso. Parece que te debe haber visto a vos. ¡Si nunca dice nada!
- En cualquier momento volvemos con... TVI flash.
Las letras se movían delante de la cara de Andrew, que finalmente desaparecía de la pantalla para que continúe la programación. Escuché un ruido que venía de la cocina. La sopa se estaba desbordando.
- ¿Y de las costas? ¿No se dice más nada de las costas? – me preguntó Linda.
- No sé. Hoy, cuando escuchamos la bomba Andrew estaba haciendo un reportaje por ese tema, pero no lo vi. No sé de qué hablaron.
- ¿Y a vos no te parece que eso también genera violencia? A vos no te parece que es terrible que se hundan las islas y que nadie haga nada, que nadie diga nada. Para mí que no hay una conciencia real de lo que está pasando porque si fuéramos todos conscientes, tendríamos que estar todos poniendo bombas, exigiendo una solución.
Me quedé callado, tomando la sopa y mirando la televisión. No era agradable hablar del hundimiento de las islas, porque todavía no se presentaba como algo irreversible.
- Pero si todos pensamos como vos, es un bajón – le dije finalmente. –Nos tenemos que morir.
- Yo no sé que hacer. A mí me desespera – puso a Melody en la cunita – yo no sé el mundo que le espera a Melody. Me imagino un mundo destruido, lleno de gente robándose una a otra. Me imagino que las islas no van a existir más. No sé que mundo le espera a Melody, realmente.
- Bueno, ya va a pasar. Pero no podés estar todo el tiempo pensando en eso.
- Nos tendríamos que juntar, nos tendríamos que poner de acuerdo todos y hacer algo.
Así era hablar con Linda. Un montón de cosas que uno había visto pasar durante el día ella las explicaba una a una, punto por punto, simplemente para llenarlo a uno de incertidumbre y de miedo, y dejarlo con menos ganas de pensar.
Llevé la tasa a la cocina, la enjuagué, y cuando volví a la pieza para saludarla, ya había apagado la luz, y las dos se habían dormido.