4. Fiebre

Natasha se fue, y yo subí a mi habitación enseguida. Me bañé con agua caliente, que después fui enfriando para que bajara la fiebre. Tomé mi aspirina. Pedí que me trajeran un té, y me puse la crema que estaba muy fría pero me aliviaba. Me tapé hasta la cabeza tiritando, y me dormí enseguida, hasta el día siguiente.
Me desperté todavía con fiebre. El día estaba nublado. Pedí que llamen a un médico. Mientras lo esperaba me dormía y me despertaba. Dormitaba. Soñaba entre despierto y dormido. Pensaba en Natasha. En el sexo de las cosas. Pensaba nombres de cosas y les ponía sexo: termómetro caballo red pelota islas arboles aviones nubes Natasha hotel calle piedras autos mañana noche día. No podía parar. Siempre que tenía fiebre me pasa algo así. Soñaba con cosas que se repetían hasta obsesionarme, y me preocupaban como si fueran algo grave, importante y trascendente. Empecé a pensar en mi casa. En las islas, en mis padres. No era que los extrañara, pero durante todo el tiempo que había estado en Buenos Aires no me había acordado de ellos para nada, y ahora simplemente los recordaba. Sonó el teléfono. El conserje me avisó en su inglés tosco que el médico ya estaba, y me preguntaba si podía subir.
- Sí - dije.
Después de revisarme, el médico habló cosas en español con el conserje, que subió con él. Yo trataba de reconocer en sus palabras alguna de las que me había enseñado Natasha, pero era imposible.
Cuando terminó, el conserje me tradujo que yo tenía un pequeño golpe de calor, y me recomendó que tomara mucha agua, y que intercalara las aspirinas con unas gotas que me dejó. Eran las 11 de la mañana. Me extrañó que todavía no hubiera aparecido Natasha, ni hubiera llamado. Le pregunté al conserje, y me dijo que él le había avisado que yo estaba enfermo, y que por eso no había venido ni me había llamado, para no molestarme.
La fiebre no duró mucho, pero no fue un buen día ese en Buenos Aires. Después de almorzar llamé a mi casa a la isla, y hablé con mi mamá
- Ahora no me siento bien, pero la estuve pasando bien. Mi anfitriona es bárbara y esta ciudad es hermosa.
- Yo te había dicho. Es parecida a Londres. Te extraño mucho.
- Yo también. Ya se me va a pasar.
Mi madre había conocido Buenos Aires unos meses antes que yo, invitada por el gobierno y las empresas de correo argentinas. Ella y mi papá integraban el Bureau de Filatelia. Mi papá era vocal y ella asambleísta. Los habían invitado porque estaban interesados en que en Argentina y en las islas se emitiera una misma estampilla, con algún motivo alusivo a la política de apertura, y a los nuevos contactos entre ambos países.
- Borrachos, borrachos. Cuando nos invadieron estaban borrachos. Y ahora siguen estándolo – me explicaba mi madre en la primera cena que tuvimos a su regreso
- Están locos - decía mi papá, y se reían.
Habían llevado a casa una carpeta con todas las ilustraciones alusivas que proponían los argentinos. La cancillería había hecho un concurso entre pintores y dibujantes para ilustrar la estampilla que conmemorara el año del acercamiento. “El año de la paz” decía una, con la cara del Papa superpuesta con un mapa de las islas. Lo que no reparaban ellos ni mis padres era en el hecho de que el mapa no era el real. En realidad, en esa época nadie en las islas aceptaba el nuevo mapa con sus puntas más redondeadas, con menos penínsulas, y con la costa de Choiseul transformada casi en una línea recta, ya sin playa. Nunca aceptaron el nuevo mapa hasta que la realidad fue mas fuerte que cualquier intención o buena voluntad. Mis padres me decían que mi profesor de geografía estaba loco en mostrarnos el mapa con esa nueva forma y el mismo profesor nos lo mostraba como algo clandestino, midiendo sus palabras y pidiéndonos clemencia. Las islas estaban cambiando de forma. Las islas se estaban achicando. Sus partes más bajas estaban desapareciendo, se estaban hundiendo. Algún día sería un proceso irreversible si los hielos de la Antártida seguían derritiéndose.
Y el mapa que ilustraba la estampilla del correo argentino mantenía sus penínsulas agudas, como siempre. Y los mapas que publicaba nuestra oficina de turismo también. Pero las islas se hundían. Mis compañeros y yo lo pudimos comprobar cuando recorrimos algunos lugares con ese profesor, y nos mostró las costas en las que los mapas marcaban playas ya sin ellas, con pastizales altos que se metían al mar. En un principio no desconfiaba de la actitud de mis padres, ni de la del gobierno. Me parecía como que podían ser distintos puntos de vista, o quizás ignorancia. Pero me di cuenta de que definitivamente nos estaban ocultando las cosas cuando recorrí una tarde la ribera con mi bicicleta y de pronto me encontré con que había atravesado las vallas que prohibían el paso y a los cinco minutos de pedalear estuve en un lugar en el que el mar salpicaba la ruta peligrosamente, comiendo el camino. Recuerdo que lo comenté esa noche en mi casa y mis padres me dijeron que eso siempre era así, cuando subía la marea.
Con el correr de la tarde, la fiebre bajó, pero yo no logré recuperar el humor hasta la noche, cuando vi una serie inglesa en televisión subtitulada y traté una vez más de reconocer alguna de las palabras que me había enseñado Natasha dentro de las palabras escritas en amarillo, en la parte inferior de la pantalla, pero también fue imposible.

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