22. Dónde ir.

La gente sostenía que hacía más calor que de costumbre, aunque no lo hiciera. Si bien Natahel había explicado que el problema no era sólo el del deshielo y el calentamiento, sino la calidad del suelo también, todos insistían en desabrigarse, y andar sofocados de un lugar a otro quejándose por el calor.
El Reino Unido ya había enviado sus comisiones evaluadoras que se encargarían de relevar nuestras características demográficas para proyectar “Nueva Falkland”, la ciudad sustituta donde iríamos a parar todos nosotros. El gobierno de Gran Bretaña obtuvo pre-acuerdos con Australia, Argentina y Estados Unidos para establecer la nueva ciudad en alguno de esos territorios. Se hicieron censos en los que además les preguntaron a la gente qué lugar preferían. Nunca se divulgaron las cifras oficiales, pero creo que debo haber sido el único en todas las islas que votó por Argentina. Arthur y Martin, pese a todo lo que les conté, preferían ir a Australia para no tener que estudiar un nuevo idioma y porque lo suponían un lugar más apto para la aventura. De todos modos, se estableció que Nueva Falkland se construiría en el sur de los Estados Unidos, lugar que ganó en la votación, según se informó.
El informe de Andrew seguía saliendo al aire, y era ese el único momento en que los habitantes de las islas se quedaban en su hogar. A diferencia de otras épocas, el resto del tiempo todo el mundo estaba en la calle, pese a los desmanes que continuaban en las plazas, las veredas y las vidrieras. Era como si la gente hubiera dejado de temer.
La mayoría se amontonaba en la oficina de turismo, donde ahora funcionaba el Programa Gerenciador para el Desarrollo de Nueva Falkland, un consorcio formado por empresas y funcionarios de gobierno, al que debía declararse cuáles eran los bienes que se abandonaban en las islas, a los efectos que estableciera, luego de una inspección, la indemnización correspondiente y la vivienda a sustituir. La decisión final del ente no era siempre bien recibida por la gente, como tampoco fue bien recibido el plano de la nueva ciudad, con el diseño de las casas.
Andrew y nosotros éramos la cara visible de los reclamos de la gente en TVI. Cuando dejó de emitirse el “Informe Millman”, Andrew enroló a Mark, a varios periodistas y a mí para que recibiéramos a las decenas de televidentes que visitaban el canal cada día para repetirnos los reclamos que les hacían al ente.
El principal problema que mencionaban era la austeridad de la tasación. Todos traían engorrosas cuentas y fotocopias de documentación que demostraban que lo que tenían les había costado mucho más de lo que iban a tener. Otros reclamaban porque el Programa no reconocía los gastos de flete para el traslado de sus automóviles hacia la nueva ciudad. Andrew se encargaba en el programa de difundir esos reclamos y de darles respuesta. Llamaba ofuscado al funcionario de turno, quien minuciosamente respondía cada inquietud. Por ejemplo:
- El Programa Gerenciador tiene contemplada la compra de un vehículo nuevo para cada propietario de vehículos de menos de dos años, y el otorgamiento de una indemnización para autos más viejos. Esto se hace porque resultaría sumamente engorroso y caro enviar autos por avión o barco.
Otros reclamos no llegaban en forma individual, sino institucional, como la queja que firmaron varios vecinos precedida de un comunicado que denunciaba el cercenamiento de la libre elección para los habitantes de las islas, al destinarlos a habitar casas sin diferencias sustanciales entre sí, más que las diferencias de metros o cantidad de habitaciones. El “Programa” respondía -siempre consultado por Andrew- que no era posible contemplar los gustos personales de cada uno, y que la construcción en serie era más económica que el diseño a pedido.
Pese a que otra vez trabajaba para él, a Andrew no lo veía más que por televisión a la noche, ya que durante el día se la pasaba reunido con la gente del Programa Gerenciador y con las agrupaciones vecinales. La iglesia también manifestó su queja al disentir con la ubicación de su nuevo templo, menos céntrico que el que ocupaba en las islas. Esa queja me llegó a mí.
Por las noches me reunía con Martin y Arthur, y mirábamos la televisión y debatíamos sobre el futuro.
- No me gusta Nueva Falkland –decía Arthur.
- ¿Y qué vamos a hacer? –respondía Martin.
- ¿No podés preguntarle a tus viejos si no nos pueden conseguir algo mejor? –me preguntaba Arthur.
Llamé a mis padres porque no me pareció una mala idea. Mi mamá no estaba. Mi papá me respondió:
- Vos sabés que no hace falta que te vayas a Nueva Falkland. Nosotros ya tenemos un departamento visto en Londres, y podrías venirte un tiempo con nosotros, quedarte lo que fuera necesario.
- Y, pero, ¿los muchachos? ¿Ellos qué van a hacer?
- Dejáme que vea si consigo algo.
Arthur tuvo una mejor idea:
- ¿Y porqué no tratamos de meterte reclamos para el programa de Andrew, para que los lea?
- Está bien, está bueno.
Así, cada noche escribían, mientras mirábamos la televisión con Melody, distintos reclamos, que yo intentaba insertar al día siguiente en la producción. Luego de varias semanas, uno de ellos tuvo amplia trascendencia. Andrew lo leyó:
- Arthur y Martin, de Stanley, plantean que debería proponerse una indemnización alternativa para los que quieren ir a otros lugares en el mundo, ya sea porque tienen parientes o porque les resultan más interesantes para el futuro.
Andrew siempre leía los mensajes sólo cuando la producción ya tenía lista la respuesta por parte del Programa Gerenciador, por lo que escuchar que se leyera nuestro pedido nos ponía felices, seguros de que le darían solución. El funcionario contestó:
- Estamos evaluando la posibilidad de que el Programa efectúe indemnizaciones, o incluso otorgue créditos para quienes pretendan instalarse en otros lugares del mundo. En principio hemos abordado a esta solución a través de acuerdos con los países que originalmente se habían propuesto para albergar a Nueva Falkland además de los Estados Unidos, es decir, Australia y Argentina, y los de la Unión Europea. Se está avanzando en acuerdos también con otros países que en algún momento dependieron de la Corona Británica, para que también den asilo a los isleños.
Así entonces, Arthur y Martin saltaron alrededor de la mesa, se abrazaron y festejaron conmigo.
- ¡Nos vamos a Australia!!! – gritaban, hasta que Martin se detuvo y me preguntó:
- ¿Nos vamos a Australia?
Yo sonreí, algo serio en realidad.
- No sé –les dije.
Durante su ausencia, Linda llamó varias veces para saber cómo estaba su hija y para saludar. Las veces que la atendí yo, aproveché para preguntarle:
- ¿Qué vas a hacer?
Siempre me contestó con evasivas, y no hubo manera de que me diera un adelanto de su veredicto, ni aún cuando lo tenía decidido.
Los últimos días de esa primavera me la pasé caminando por Stanley, visitando viejos lugares e intentando decidir adonde ir cuando todo se hundiera, cuando en ese lugar sólo hubiera agua y cielo.

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