1. Buenos Aires

Uno no puede llegar a un lugar, después de un viaje con muchísimas expectativas, y ser indiferente a una chica de cuerpo menudo, cara de dulce, que siempre sonríe, rojas las mejillas por el sol, con un pelo tan dócil y liviano como su vestido que se mueve todo el tiempo con el viento del aeropuerto. Un viento tan distinto al que me tenían acostumbrado, viento frío, viento evitado por todos. Viento lastimador. Cuando bajé la escalera y pisé suelo argentino volví a pensar: “Buenos Aires”. Y cuando la vi a ella, distinta a como me la había imaginado pero no por eso menos bella, volví a decir: “Buenos Aires”. Y lo traduje en mi cabeza y dije “Buenos Aires”, y ya abajo, cuando ella me mostró el cartel con mi nombre grité contento, en el mejor castellano que pude “¡Buenos Aires!” y recuerdo que ella me miró con esa carita de desconcertada que tantas veces después, durante mi corta visita, repetiría mirando a los costados como buscando algún cómplice que le responda.
Y me dijo:
- ¿Usted es David?
Después me explicaría la diferencia que existe en el castellano entre el “usted” y el “tú”, y también que los argentinos cuando tienen confianza dicen “vos”, y un montón de cosas más que ya no recuerdo.
Me dio la bienvenida en nombre de la cancillería, aunque enseguida noté la ironía que usaba para hablarme. No le convencía totalmente el personaje que tenía que cumplir: me estaba dando una bienvenida oficial al tiempo que se reía y hacía ademanes caricaturescos. Enseguida fue espontánea conmigo. Enseguida entendió que a mí también me resultaba cómica toda esa situación, y que mi visita podía ser oficial pero que yo había llegado a ese lugar buscando otra cosa. Buscando conocer por fin cosas nuevas, conocer una gran ciudad, un país distinto. La “oficialidad” de mi familia me había permitido llegar a ese lugar pero yo me resistía a ella y a mi destino que, en esos días, empezaba a abandonar.
- Bienvenido, Welcome, Welcome, Bienvenido - me decía, sonriendo, intercalando en uno y otro idioma, “para que vaya aprendiendo”, según decía. Aunque yo sabía que nunca podría aprender a hablar el castellano como ella, y menos aún, el argentino.
Y cuando empecé a recorrer la ciudad me encontré con que Natasha combinaba perfecto con el resto de Buenos Aires, una ciudad que mis ojos no llegaban a abarcar nunca. Que cada mañana me prometía algo que no llegaría a conocer en todo un día de visitas y que cada noche no me dejaría dormir, pensando en lo que había sido ese día, y en lo que sería el día siguiente. Natasha era mi Buenos Aires querida para mí. Ella misma me explicó lo que quería decir esa frase del tango que primero yo pronunciaba mal, y que después le hice ese pequeño cambio, que le sonrojó todavía más las mejillitas brillosas que tenía:
- Entonces vos sos mi buenos aires querida - le dije cuando entendí. Y ella volvió a mirar desconcertada, para uno y otro lado.
Pero eso fue un tiempo después, cuando ya habíamos entrado bastante en confianza. Me acuerdo de lo raro que me sentí esos días en Buenos Aires. Todos nos miraban como a “bichos raros”. A Natasha también, porque se imaginaban que también sería extranjera. Eso era muy distinto a lo que yo había esperado encontrar. Yo me había imaginado que una ciudad tan grande y poblada como Buenos Aires sería indiferente a mi presencia. En el avión me había imaginado tratando de hablarle a gente que miraba para otro lado, apurada, pero no fue así. Cuando bajé del avión, además de Natasha me encontré con una ciudad en la que todos se esforzaban por tratarme bien, incluso por hablar mi propio idioma. Y cuando por alguna razón sabían que yo venía de las Islas, más aún. Cuando sabían que yo venía de las Islas, el trato llegaba a hacerse amable hasta la molestia. Era una dulzura empalagosa. Todos se esforzaban por hacerme sentir bien, por hacerme cómplice de sus chistes que no entendía. Obviamente, todos no hablaban mi idioma, pero la mayoría se esforzaba para hablarlo. Supongo que esto me pasó por el entorno que frecuenté, por la cancillería y todo eso, pero podría asegurar que la mayoría de la gente que conocí en ese viaje a Buenos Aires hablaba inglés. Muchos hablaban mal pero todos trataban de decir algo. Sustantivos, palabras sueltas que a veces lo ayudaban a uno a sacar alguna conclusión de lo que querían decir.
Natasha hablaba bastante bien. Era profesora de inglés, claro (esa fue otra cosa que me sorprendió de Buenos Aires: la cantidad de profesoras, academias, escuelas e institutos de inglés que había. Era marzo y en esa época empezaban las clases en Buenos Aires, por lo que las calles estaban empapeladas de carteles que publicitaban cursos de inglés.)
Pero, como decía, Natasha hablaba bien en mi idioma. No era que pronunciara bien o que armara bien las oraciones, sino que se le entendía realmente lo que quería decir. La mayoría de la gente que hablaba inglés en Buenos Aires lo hacía de manera monocorde, pobre. Algunos pronunciaban bien, pero en el mejor de los casos llegaban a parecer correctos locutores o máquinas bien programadas. No le movían un pelo a nadie. No había sentimiento ni pasión. En cambio Natasha se expresaba. Me hablaba y realmente le entendía. Tenía una voz temblorosa. Aunque no estuviera hablando de algo emotivo uno sentía que tenía un montón de cosas más, muy adentro, que quería decir. Y eso hacía interesante la charla. Su voz quebradiza prometía muchas cosas.
El primer paseo fue corto. Me llevó en un auto por una autopista larga, larguísima, rodeada de campo primero, casas pobres después, y finalmente la ciudad enorme.
- Todavía estamos en Buenos Aires, ¿No?
- No, todavía no llegamos - me dijo Natasha- faltan unos veinte minutos para llegar, a este ritmo.
Yo no quería pecar de campesino, pero me sentía muy raro en un lugar en el que recorriéramos esa autopista a esa velocidad durante veinte minutos y que no llegáramos al mar. En las islas eso no hubiera sido posible.
- Allá no hay autopistas, ¿no? - me preguntó.
- No - contesté rápidamente
- Pero debe ser hermoso, ¿no?
- Y, la verdad es que es muy lindo.
Se hizo silencio un rato. Natasha manejaba rápido. La autopista se inclinaba levemente hacia los costados en las amplias curvas y contracurvas. El auto se mecía suavemente, silencioso. Miré el velocímetro. Miré sus manos en el volante. Bajé la vista y miré su pierna descubierta, que recorría todo el asiento hasta llegar al acelerador. Tenía una sandalia en el pie. En las islas era muy raro ver mujeres en sandalias por la calle. Entonces eso era para mí como ingresar a una especie de intimidad.
- Hace calor hoy - le dije
- No creas, hace unos días fue peor. ¿Allá que temperatura hace en esta época?
- En esta época hace 10 o 15 grados, pero en verano a veces llega a los 20.
- Pero acá el tiempo es pesado. Me imagino que debe ser parecido a Londres – dijo.
- No sé. Mi mamá conoce el Reino Unido, yo nunca fui. Pero ella también dice que es pesado. Con la niebla, y todo eso, ¿no?
Hice silencio un rato.
- Ustedes odian a los ingleses ¿no? – le pregunté.
- ¿Odiarlos? ¡No! Yo no tengo la menor idea de como son los ingleses. Tuve algunos profesores “nativos” como les llamamos, en el instituto. Nosotras nos imaginamos que deben ser medios aburridos, y hacemos bromas con eso. Pero en realidad yo no tengo problemas con ellos. Además, están esos profesores, aburridos, pero también están todas las bandas de música que uno escucha por ahí, que son bastante distintas a esos profesores ¿No?
- Y, deben ser... Igual, nosotros tampoco somos como la gente de Gran Bretaña. Bueno. Todos no. Hay algunos que sí. Hay gente en las islas que quisieran ser ingleses. Pero no lo son.
- Yo estudié bastante sobre ustedes ¡Me hiciste estudiar un montón para recibirte! Son pocos, son dosmil. Viven de la pesca, tienen un montón de ovejas... - repitió otros datos sacados de los libros de geografía, y después terminó:
- Y no me acuerdo más. Esta noche voy a tener que repasar todo.
- Ustedes quieren que las islas sean suyas ¿no?
- No... bueno, sí. Mirá, mejor no hablemos de política, la verdad es que no sería conveniente ¿no?.
Dijo esa última palabra como un ruego leve y cómplice, inclinando la cabeza, mirándome y volviendo pronto la vista al camino.
- Manejás bien - le dije. ¿Es tuyo el auto?
- No, ¿estás loco? Este auto es del gobierno.
Paramos en un lugar en que la autopista se hacía el doble de ancho de lo que era o más, con altas luces blanquísimas y potentes que iluminaron hasta el interior del auto. Nos acercamos a una cabina. Ella sacó dinero del bolsillo y le pagó a una chica que tenía la misma edad que ella, y un brillo parecido en los ojos. Pero era morocha.
- Chau - dijo
- Chau - le respondió Natasha, y yo detrás, mientras la pequeña barrera subía y volvíamos a seguir camino, y la autopista recuperaba su ancho normal.
- Yo aprendí a manejar en un auto veinte años más viejo que este. Me enseñó mi hermano. Esta tarde, cuando me dieron este auto ni sabía cómo manejarlo. Lo saqué patinando. Me costó mucho trabajo hasta que me acostumbré. El auto de mi hermano nació dos años antes que yo. Allá no hay autos tan viejos, ¿no?
- Sí. Hay Jeeps que quedaron de la invasión, y que mucha gente los recicla y los usa.
- ¿Invasión?- preguntó.
- Sí, invasión, la guerra, Natasha.
- Ah, claro - dijo Natasha.
Llegamos a un lugar donde la autopista se bifurcaba. Tomamos un camino hacia la derecha y enseguida una curva hacia la izquierda, para pasar debajo de la autopista que habíamos dejado. Recorrimos una avenida ancha, más ancha incluso que la autopista, con plazoletas a los costados. Natasha me iba diciendo los nombres de las calles y algunos comentarios. Dejamos esa avenida y entramos a un barrio de calles angostas, en donde se levantaba un gran edificio que era el hotel de mi estadía en Buenos Aires. Natasha entró a una especie de dársena que había para estacionar autos, apagó el motor y bajamos. Alguien se llevó el auto para estacionarlo y ella me acompañó hasta adentro del hotel. Todos los conserjes, mozos y botones hablaban mi idioma, pero ella se ocupó de hacer igualmente de intermediaria. Pidió la llave de mi habitación mientras se llevaban mis valijas. Me dijo:
- Mañana te paso a buscar. Podés desayunar acá abajo o en tu habitación. ¿Te parece bien que pase a eso de las once, para que duermas bien?
- Ok.
Hizo una reverencia con la cabeza y un ademán como para darme la mano, pero nos acercamos y nos dimos un beso en las mejillas, algo torpes.
- Nos vemos. Que descanses - me dijo. Y se fue, saludando a la gente del hotel. Yo subí por el ascensor con el conserje, que me mostró la comodidad de la habitación y el baño, que casi no vi. Me dormí sin bañarme. Estaba cansado y aturdido por el día lleno de cosas que había tenido. Cuando cerré los ojos, sentí que mi cuerpo todavía viajaba en el avión, o en el auto de Natasha. Me dormí entre pensamientos que mezclaban las luces de la ciudad, los coches innumerables, la autopista, la ansiedad, los edificios, Natasha.

No hay comentarios: