PARTE II: 8. Lo primero que hice en las islas.

Lo primero que hice cuando llegué a las islas, fue tratar de dejarme la barba. Fueron tres pelitos al principio. Hasta ese momento yo me afeitaba una vez por semana, o cada cinco días. Pero no me gustaba, porque solía lastimarme el lunar que tengo cerca de la boca. Además, se me ocurrió que podía ser lindo dejarme la barba. Lo pensé en el avión, cuando estaba por aterrizar. Una de las veinte personas que viajaban conmigo tenía barba y leía un libro con una tranquilidad envidiable, mientras se acariciaba la barba. Me imaginé que seguramente fumaría en pipa, aunque ya hacía tiempo algo más de cinco años que regía la prohibición de fumar en los aviones. Me imaginé que esa persona tenía su vida ya en marcha, o al menos más en marcha que la mía. Traté de pensar porqué viajaba. Imaginé que tenía un buen trabajo, que le daba la posibilidad de viajar. Imaginé que vivía en pareja, o solo, pero sin problemas. Imaginé que tenía un hijo chico, al que llevaba a caminar por la plaza en verano, cuando el tiempo lo permitía, y que cuando el tiempo no lo permitía se quedaban en la casa jugando. Me imaginaba que él le explicaba, sentado en la mesa de un comedor, algo a su hijo. No sabía muy bien qué. Pero le enseñaba a usar algo. Le hacía conocer sus mañas y sus secretos, haciéndose un alto entre sus ocupaciones, que le daban la posibilidad de hablar con su hijo cuantas veces quisiera.
Por eso intenté dejarme la barba cuando llegué a la isla, aunque no fue posible esa vez. Mi adolescencia no me daba más que unos pocos pelos, separados, que se esparcían irregularmente por la barbilla, el bigote y las mejillas. Primero andaba con esos pelos, contestando con una sonrisa cuando me preguntaban:
- ¿Te estás dejando la barba?
Me lo preguntaba mi madre. Me lo preguntaban Martin, Arthur y todos los que me conocían. Cuando me lo preguntó el dueño de la casa de computación en la que entré a trabajar, entendí que debía cortármela, por lo menos hasta que tuviera una presencia respetable. Después, durante varios veranos aproveché las vacaciones para no afeitarme y probar si había llegado el tiempo de usar barba. Recién dos años más tarde pude dejarme una especie de chiva y los bigotes, que ya crecían con cierta decisión. Nunca llegué a tener una barba respetable, pero al menos luego de dos años más pude dejar de afeitarme, y si bien mucha gente criticaba la escasez y la irregularidad de mi barba, al menos yo podía tocarla y sentirla en mi cara, aunque no luciera bien, y aunque tuviera espacios vacíos.

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