5. Caminito.

A la mañana siguiente la fiebre me dejó, pero seguí algo mareado. Casualmente, Natasha venía esta vez con un rol mucho más específico que los días anteriores, menos amigable y más diplomático.
En el desayuno ya no estuvimos tan cordiales como los días anteriores. Era como si el día en que no nos habíamos visto nos hubiera alejado. Ella estaba más seria, más distante. Incluso en el vestir. Tenía puesta una camisa de mangas cortas color beige, y un pantalón de vestir algo más oscuro. Y tenía anteojos puestos, cosa que había usado un rato la noche en que había manejado desde el aeropuerto pero que enseguida se los había sacado. Me hizo las mismas preguntas de los otros días pero ya no en su tono de agradable ironía. Me las hacía seria, como intentando cubrir baches. Yo tampoco ayudaba, algo mareado y también algo incómodo ante este cambio de escenario.
- Tengo esta carta para vos. Bueno, para tus padres, me la dieron en la cancillería.
Estuvimos un rato más esa mañana juntos. Me llevó en una combi junto a otros pasajeros del hotel. Pero no fue un paseo agradable como los otros. Me mostraron la casa de gobierno de Argentina, un obelisco, el parlamento. Pero no era Natasha quien me explicaba lo que veíamos, sino una guía de turismo que, sentada junto al chofer hablaba utilizando un micrófono, aunque no fuese necesario, porque el camioncito era pequeño y éramos sólo unas ocho personas las que lo llenábamos.
En uno de los lugares, Natasha pidió de bajar. Me explicó que aprovechaba la parada para irse directamente a la casa, porque por esa esquina pasaba el ómnibus que la llevaba, y que si se bajaba en el hotel después tendría que caminar muchas cuadras.
- Te espero esta noche en la cancillería. Te pasa a buscar un auto. Preguntale al conserje que va a tener todo listo.
Estuve a punto de preguntarle qué le pasaba, pero sentí que no podía hacerlo, porque después de todo, apenas si nos conocíamos y ella estaba conmigo por esta cuestión laboral. Desde arriba del micro la miré y ella dirigió la cabeza hacia mi lado pero casi casualmente y sin importancia cuando ya habíamos partido. El micro bajó por una avenida y después por otra hasta que llegamos a un barrio lleno de colores, pero con un olor pestilente. La guía explicó en un correcto inglés que ese lugar alguna vez había sido un puerto importante en el que habían venido los inmigrantes de Europa que poblaron la zona. También dijo que el río estaba siendo limpiado y que pronto sacarían los innumerables cascos hundidos que ocupaban el lecho. Invitó a la gente a cruzar la avenida y acercarse a la ribera del río, pero yo me quedé junto al micro. No aguantaba el olor de ese río. Me senté en un banco, en una pequeña plazoleta desde la que veía al contingente, pero también veía, cerca mío a una pareja que bailaba tango. Ella era realmente hermosa. Tenía una pollera muy corta y una flor roja en una de las ligas negras que marcaban el final de unas piernas electrizantes. El señor estaba vestido con un traje a rayas. Parecía de la mafia italiana. Tenía bigote y el pelo peinado con un brillo mojado. El baile era provocador. Ella enrollaba su pierna en el pantalón de él, y ambos se inclinaban de manera tal que las piernas de ella se estiraban, levantando su pollera aún más arriba. Sus miradas eran sugestivas. Se abrazaban fuertemente, violentamente. La gente los miraba despreocupada: parejas, hijos, junto al bafle que difundía la música. Se sumó mi contingente de turistas, que los llenó de fotos. Después recorrimos una calle estrecha que nacía junto a la plazoleta. Fue el lugar más pintoresco que jamás haya visto. La calle era más angosta que la más angosta de las calles de la isla. El piso, de las mismas piedras cuadradas grises y brillantes que ya había visto en otros lados en Buenos Aires. Casi ninguna puerta daba a esa calle y, sin embargo, todos los pequeños edificios que la rodeaban tenían sus ventanas que sí se dejaban ver. Todos estaban pintados con los colores más diversos. El lugar se llamaba “Caminito”, según nos explicó la guía, y su nombre era el mismo que el de un tango que después nos harían escuchar en la camioneta. El paseo duraba sólo una cuadra, surcada por una feria con vendedores de cuadros y pequeños adornos. Casi todos los motivos de los cuadros y de los adornos tenían que ver con el paisaje. Repetían en miniatura las casitas de chapa ondulada, los bailarines de la esquina, los colores, el piso con las piedras. En la otra punta había un señor que tocaba un bandoneón. Paramos a comer en un restaurante que estaba cerca de esta persona, y yo comí escuchándolo. La melodía tenía una dulzura melancólica, profunda. Era como el sonido del violín, pero no tan punzante, sino más acariciador. Había escuchado otras veces bandoneones y tangos, pero nunca lo había sentido tan fascinante como esa vez, que lo escuchaba en persona. También era increíble el clima que generaba el que lo tocaba, cómo se le dibujaba el rostro con cada nota, cómo inclinaba su cuerpo sobre el fuelle entre sus manos. Las teclas del bandoneón emitían un golpeteo leve parecido al ruido de una máquina de escribir, que llamativamente contrastaba con el sonido de la música. Cuando terminaba cada canción, la gente lo aplaudía, y durante todo el tiempo que estuvimos almorzando, se fue renovando el público y él fue variando su repertorio. Le dejaban monedas y billetes sobre el estuche del bandoneón que él mismo había dejado abierto en el piso, delante suyo.
Varias veces traté de participar de alguna de las conversaciones que proponía la guía en la mesa, pero enseguida me dispersaba, y mi mente se volvía a posar sobre la música.
Después volvimos al micro, nos sentamos cada uno en el mismo asiento. La guía nos hizo escuchar el tango dedicado al lugar, y partimos. El viaje fue corto. Me detuve en un grupo de chicas que caminaban riendo, y que bien podían ser amigas de Natasha, por la forma en que lo hacían. Por como caminaban, por la manera de reírse. Me angustiaba verlas. Me sentía tan lejano a todas ellas, tan torpe. Me imaginé que Natasha ya no sería la misma. En el hotel, abrí el sobre que ella me había dado. No era otra cosa que más ilustraciones iguales a las que le habían dado a mis padres, con mapas desactualizados que mostraban a las islas enteras.
Me bañé y me preparé para la cena de la cancillería. Me sentía enojado. Sentía que esa noche sería yo quien me dirigiera con indiferencia a Natasha. Porque al fin y al cabo no era tan necesaria ni tan imprescindible. Sin embargo, inmediatamente me invadía la angustia cada vez que veía pasar alguna chica de su edad, hablando en su idioma, riendo con su frescura. Por la ventana del balcón del hotel vi muchas de ellas. Pasaron muchas durante casi una hora que estuve ahí, sin hacer nada, pensando todas esas cosas.
Cuando se hizo la hora, el conserje llamó a mi coche y me llevaron a la fiesta.

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