12. El bebé de Linda.

No entiendo porqué, tres meses después, cuando la panza de Linda apenas si había crecido, el irlandés se fue a la Isla Oeste sin mayores explicaciones que las de una carta que leyó Linda delante nuestro en silencio, unos instantes antes de empezar a llorar también en silencio. Todos nos quedamos dando vueltas en la habitación, alrededor de ella, tampoco teníamos nada que decirle. Martin tomó la palabra:
- Mirá, no sé, nos dijo que vos sabías. Vino con los bolsos y la campera leñadora a cuadros al hombro, y nos dejó la carta. Nos dijo que vos sabías.
Ella decía que no con la cabeza, y alternadamente se tomaba la frente y la panza.
- Bueno, no te preocupes, nosotros te podemos ayudar – intervino Arthur. Aunque después, cuando Linda se fue, le pregunté cómo la podríamos ayudar y me dijo que no sabía. Todos teníamos un nudo en la garganta, según después pudimos sincerarnos, sin saber qué hacer.
El miércoles siguiente que vino Linda, todos estuvimos allí, aunque no con ella. Cada uno concentrado en alguna tarea sin importancia, o que hacía mucho tiempo deberíamos haber hecho. Linda recibió al grupo de alumnos, y vimos cómo uno a uno iban entrando y se iban yendo después de un rato. Uno a uno, todos los alumnos de los días miércoles se fueron yendo. Linda nos contó que preferían tomar clases con el irlandés, aunque de todos modos ya venían dudando de seguir. Decían que aunque el irlandés no se hubiera ido ellos estaban por dejar el curso. Así, poco a poco, Linda fue quedándose sin alumnos, hasta que se cerraron definitivamente todos los cursos.
- Yo no tenía experiencia – decía Linda. Decía no hacerse demasiado problema porque verdaderamente a ella no le gustaba tanto dar clases, que más le gustaba bailar. Durante un tiempo dejamos de verla, mientras ella buscaba trabajo y vivía de la plata que le pasaban sus padres, que no era mucha. Finalmente, Martin vino con la propuesta inexorable que ya todos esperábamos, y Linda se instaló en la habitación, sola, ya no a dar clases sino a vivir con nosotros aunque siempre fuera una visita para nuestra casa.
Tomó a su cargo todas las tareas que pudo, para no sentirse en deuda con nosotros, aunque mucho no podía hacer. Los platos no podía lavarlos porque le daban asco y no llegaba a la mitad sin tener que salir corriendo al baño, enojada consigo misma. Menos aún, cualquier tarea que fuera pesada, porque se encontraba todo el tiempo con alguno de nosotros tres que se lo impedíamos. Finalmente nos reunió una tarde y, luego de una amplia deliberación, todos acordamos en que podía dedicarse a ordenar. A partir de allí, entonces, todos tuvimos nuestros placards ordenados, nuestras zapatillas debajo de las camas, nuestras camas hechas, las sillas acomodadas alrededor de la mesa, floreros llenos de agua y flores. Una tarde llegué temprano de trabajar, mejor dicho, me escapé del trabajo antes de terminar, y la encontré acomodando la parte mía del placard. Los pullóveres estaban apilados y doblados uno encima del otro, y sobre la cama había camisas para planchar.
- ¿Hoy me toca a mí? – le dije.
- Parece que sí – me dijo.
Me saqué las zapatillas. Lo bueno de vivir en el centro, cerca del trabajo, y de trabajar haciendo trámites por la calle, era que muchas veces iba a combatir el frío a mi casa, a tomar algo caliente o ver televisión. Hubo un tiempo, incluso, en que casi todas las tardes iba a casa, dormía una pequeña siesta, y después seguía viaje. No era una siesta larga: quince minutos. Cuarenta y cinco en el mejor de los casos, rara vez. Sin embargo yo hacía lo posible por dormirlos y después me sentía alegre conmigo, como defendiendo algo que me correspondía. Después caminaba rápido y hacía todas las tareas apurado para recuperar el tiempo (y las hacía sin problemas) pero yo sentía que le estaba robando a alguien lo que no le correspondía, y me estaba regalando algo que merecía.
Aquella tarde, entonces, me recosté sobre la cama a mirar cómo Linda hacía esas cosas. Estaba de espaldas a mí, sentada sobre la cama junto a mí, y canturreaba alguna canción sin abrir la boca. Tenía el pelo recogido hacia arriba, sujeto con un pinche de madera hindú que en esa época usaban muchas de las chicas de las islas. Canturreaba y movía la cabeza. De pronto se dio vuelta.
- ¿Querés ver como patea?
- ¿Quien?
- El bebé.
- ¿En serio?
- En serio. Dame la mano.
Me agarró la mano y se la apoyó sobre su pequeña panza. Yo no sentí nada más que su calor, y el subir y bajar de su respiración. Sonreí, pero le dije:
- No siento nada.
- Ahí, ahí, está pateando.
- No siento nada – le volví a decir.
- Apoyá la cabeza
- ¿Cómo?
- Apoyá la oreja, la cara, a ver si sentís algo.
Apoyé mi oreja sobre su pullover, e intenté oír algo.
- ¿Y? – me dijo. Le contesté que no, levantando la mano y oscilando el dedo en alto. Oía su respiración, y ciertos crujidos de su panza.
- Hola...- le dije a la panza, apoyando mis labios sobre ella.
Linda se rió, como con cosquillas, y me apoyó sus manos sobre la cabeza. Yo rodeé su cintura y volví a hablarle.
- Eu... ¿hay alguien?
Linda se levantó el pullover y dejó ver su camiseta blanca. Después se levantó también la camiseta y mostró su panza esperando mi reacción. Entonces apoyé mi cara sobre su piel. Ella me acarició la cabeza, y yo rodeé su cadera, su cintura que nacía en la espalda y se perdía en la panza. Me sentía algo consternado, alucinado y asustado a la vez. Comencé a subir por su cuerpo. Le besé los pechos que parecían inmensos, el cuello. Ella respondió dulcemente, como imaginé que nunca antes había sido con nadie. Introdujo sus manos dentro de mi pantalón que ya explotaba. La miré con duda y le dije:
- ¿No hay problemas?
- ¿Por qué? – dijo, y miré su panza.
- No... no hay problema – sonrió.
Le quité el pantalón de algodón que tenía puesto, con cierta dificultad. Nos besamos fuertemente por un largo rato, hasta que entré en ella. Nos movíamos despacio, yo intentaba no aplastarle la panza. Estaba pendiente de la panza, pero eso no impedía sentir todo lo demás, el increíble calor de su pubis contra el mío, ya inseparables. Fue un tiempo largo, eterno. Finalmente terminamos los dos acostados en la cama mirándonos a los ojos y en silencio. Hasta que ella dijo:
- No esperes de mí más que esto.
En ese momento no supe qué responder. Después, cuando estuve solo, en la calle trabajando, y pensé, entendí, que quizás yo tampoco tenía nada más para ofrecerle.
El bebé de Linda nació en enero. Pesó dos kilos ochocientos cincuenta, y fue una hermosa y colorada rubia que Linda llamó Melody.

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