7. Último día en Buenos Aires.

Me desperté cerca del mediodía, con un fuerte dolor de cabeza, pero decidido a levantarme enseguida. Mientras me bañaba y pensaba cómo hacer para que Natasha viniera, llamó ella. La noche anterior no habíamos acordado un llamado o una cita, y yo no quería que se nos escapara el último día.
-Hola- le dije en forma cariñosa, como intentando revivir la ternura de la noche anterior.
-Hola- me contestó en el teléfono
-¿Dónde estás? ¿Vas a venir?
- Acá. Estoy acá, en el hall.
- Ah, ¡maravilloso!- me alegré- ¡Subí, subí!- le dije.
Terminé de bañarme y me vestí. Atendí la puerta con los pantalones puestos, la camisa a medio abrochar y descalzo. Nos dimos un beso cortito, yo tomándola de las mejillas, y ella entrando pronto a la habitación. Se sentó en la cama.
- Bueno, hoy te vas. ¿Qué vas a hacer? ¿Adónde vas a ir?- hablaba en un tono de forzada indiferencia, lindante con el enojo- Te quedaron un montón de lugares sin conocer. No llegaste a ver ni la mitad. La capital la tenés incompleta y todavía no viste nada de la provincia- sacó una lista con membrete de la cancillería, y empezó a enumerar: - no viste el puerto de Olivos, no conociste el río, no fuiste a El Tigre, que es muy pintoresco. Ahí tenías una feria con cosas artesanales, típicas de acá para llevarte: dulces, aceitunas, y un montón de cosas.
- En el avión no dejan llevar comida.
Otra vez estábamos a la misma distancia que la mañana anterior, cuando nos había sido imposible comunicarnos y ella se había ido sin más, fría. Mientras me ataba los zapatos la miraba. Como siempre, era imposible para mí no hacerlo. Pero esa mañana otra vez tenía su aire oficial, que la hacía menos atractiva. Fue la única vez que la vi en pantalones, de tela gris, liviana, ceñidos. Tenía una camisa de un color parecido y un chaleco.
- ¿Hace frío hoy?
- Sí, no sé. Yo tenía un poco de frío. Está más fresco que ayer. Tuviste suerte, te tocó buen tiempo los días que estuviste.
No me puse un abrigo. Supuse que no haría tanto frío. Cuando salimos lo confirmé. Ya en la calle, intenté sin éxito cambiar el clima, haciendo comentarios triviales, señalando los carteles y las vidrieras. Decidimos ir nuevamente a la “Reserva Ecológica”. Creo que cuando tomamos esa simple decisión nos empezamos a acercar otra vez. La sorprendí dos o tres veces sonriendo. La toqué varias veces, aprovechando un comentario o un obstáculo en el camino.
- ¿Por qué estás enojada?
- No, yo no estoy enojada... por qué voy a estar enojada. No tengo motivos.
Y lo dijo enojada, o molesta, porque la invadí, o porque dije algo que no debía.
- Nosotros no nos conocemos- dijo después, contundente y más segura.
- Bueno, no es para tanto. Creo que nos conocimos bastante en estos días.
- ¿Nos conocimos? ¿En cuatro días?
- Bueno, yo estuve muy contento con vos, estos días. Ayer me encantó- le dije, mirándola con mi mejor cara de ternura, intentando encontrar alguna complicidad. Hizo una mueca con las cejas, como de duda, y paró un taxi. Cuando el taxi estaba al lado nuestro, se dio cuenta que no me lo había preguntado, y me dijo:
- ¿Vamos en taxi?- y justificó, con una especie de sonrisa:
- Invita el canciller.
Le indicó al taxista a dónde íbamos, y a las diez cuadras llegamos a la reserva ecológica otra vez. Volvimos a recorrer el camino hasta el portón de entrada, y allí tomamos uno de los caminos de piedras.
- No me contestaste.
- ¿Qué cosa?
- Por qué estabas, o estás, enojada.
- ¿Ustedes, los... – se detuvo antes de decirlo en su idioma- malvinenses - y siguió en el mío- son así?- y terminó la pregunta:
- ¿Ustedes se creen que conocen a alguien en tres días?
- Yo no soy... –intenté decir su palabra, pero no pude. Ella repitió:
- Malvinenses
- Yo soy británico, pero nosotros no somos así. ¿qué tiene que ver? Yo siento que la pasamos bien, y creí que algo nos habíamos conocido. Aparte, vos a nosotros no nos conocés.
- No sos el primero que viene a visitarnos, David- intentaba bajar el tono de la discusión, pero ya era tarde.
- ¿Y a todos nos besás? ¿Es parte del servicio?
Pensó un instante una palabra antes de decirme:
- Estúpido – lo dijo mal, en un tono torpe, casi ni se le entendió. Me sonreí, porque me imaginé que pocas veces usaría esa palabra, aunque seguramente la habría escuchado en alguna película. Ella notó que a mí me causó gracia eso, y no menos enojada, pero sí algo sonriente, dijo:
- Sé otras peores.
Y salió del camino, a uno de los miradores en los que habíamos estado el otro día. Pensé que ya no tenía sentido seguir hablándole y seguí caminando por el camino. Ella me había dicho el otro día que por ahí se iba al río. Cuando me vio que seguía caminando, me gritó:
- ¿Adónde vas?
No le contesté. A esa altura noté que otros caminantes nos miraban. Caminé un rato más solo, hasta que me alcanzó:
- ¿Adónde vas? No vayas al río. Es feo el río. En serio, no vayas al río. No vayas para allá- y me tomó del brazo.
- ¿Por qué?- le pregunté.
- En serio, es feo, pará, sentémonos ahí, charlemos. Dale.- y por fin intentó una sonrisa. Accedí a que nos sentáramos porque después de todo mi objetivo no era ir al río sino estar con ella. Nos quedamos un rato largo callados, los dos sentados, los dos sin querer ser el primero en hablar. Hasta que apoyó su brazo en el mío, inclinándose hacia un costado. La miré tratando de sostener el enojo y posó su cabeza sobre mi hombro. La abracé, y paró el viento. Era cierto. No era un día soleado como los anteriores, pero era mil veces más agradable que el viento de las islas, y el frío que haría por esos días. Le froté el brazo y toqué la tela de su chaleco, pensando en lo fresco que era para ella ese día. Y repetí, muy lentamente, palabra por palabra.
- A mí... me... gustó... estar... con vos... todos... estos... días- y seguí- y me hubiera gustado quedarme más tiempo.
Se puso a cantar algo en su idioma muy despacito. Tenía una voz muy dulce. Nunca supe qué cantaba. Y dijo:
- ¿Qué vamos a hacer? Hay días que me pongo triste, muy triste. Es como una pelota que se me instala acá, en la garganta- y se tomaba el cuello con una mano, mientras se le ponían brillosos los ojos- no sos vos. Es todo. Veo todo gris. Todo negro. Todo imposible. Nada sirve para nada. Lo que un día veo bueno al otro día se me hace torpe, en vano, inservible. Es muy difícil de explicar, y vos no me conocés, por eso te digo.
- Pero a todos nos pasa. A mí me pasa, a veces, en las islas, que veo todos los días iguales. Pero, no sé por qué, este viaje me hizo tan bien, y hasta ahora vi como que todo era posible. Por un momento vi todo perfecto. En la fiesta fue todo perfecto –la miré y le di un beso pequeño, en los labios- vos decís que yo no te conozco, o que vos no me conocés, pero yo en ese momento, cuando estábamos en el sillón, y la música sonaba lejos, te amé. En serio.
Nos abrazamos fuerte. Estuve a punto de llorar. Creo que ella también. Después nos estuvimos besando un largo rato, y volví a sentir su ternura accesible, como en los otros días. Disfruté con los ojos cerrados durante instantes los besos que eran como viajes eternos que hacía mi boca dentro de la suya, explorando cada centímetro del terreno, comprobando que no había nada más hermoso en el mundo que ese beso que me daba Natasha y que yo le daba, hasta que nos separábamos un instante para tomar aire y otra vez a empezar, sin hablarnos, acariciando yo su pelo y ella mi espalda, y a veces yo su cuello, sintiendo sus manos suaves, su perfume, su pelo finísimo, tocando sus orejas, bajando a la cintura y volviendo a empezar veces infinitas.
Después de un largo rato, en el que empezó a atardecer, caminamos en dirección al río. Era cierto. No era agradable el paisaje que vimos. Cuando íbamos llegando me gustó la inmensidad marrón que se iba acercando y se extendía hasta el horizonte, con pequeñas olas. Me hacía acordar a las islas. Pero cuando llegamos a la costa vi la playa, de piedras que no eran rocas, sino escombros, ladrillos partidos, basura.
- ¿Por qué esto es así?
- ¿Viste? Te dije – me explicó que todos esos terrenos habían sido ganados al río, y que se habían rellenado con desechos de la ciudad. Que antes de existir esa Reserva Ecológica solo había sedimento, barro y algunos arbustos que traía el mismo río desde lejos.
- En Holanda dicen que hay zonas parecidas – dijo- aunque no sé si serán así.
En la orilla había chicos jugando entre las piedras, tirando latas al río, bañándose algunos.
- ¿No está contaminada? –le dije
- Sí- me dijo.
Un tronco caído le servía a un grupo de chicos que lo usaban de barco, o balsa. Subían y bajaban. Se zambullían en el agua marrón, entre risas y gritos. Uno de ellos se paraba en una punta y gritaba con las dos manos junto a la boca, a manera de megáfono. Le pedí a Natasha que me tradujera:
- ¡Hombre al agua! – gritó ella, repitiendo el gesto del chico. El chico se tiraba al agua y algunos lo rodeaban. Se tiraban del pelo y jugaban a pelear. Se tiraban barro unos a otros. Tenían pantalones cortados y se metían al agua con la remera puesta.
- ¿Sabés que dice ahí? – dijo señalando un cartel que estaba en la orilla – “Prohibido bañarse, Aguas contaminadas”.
Nos quedamos mirando a los chicos chapotear un rato.
- ¿En las islas hay gente así?
- ¿Así como?
- ¿Hay gente que duerme en la calle, con el frío que hace allá?
- No. Pocos. Borrachos, a veces. También hay extranjeros que trabajan en la calle, o en las obras en construcción, en los lanares, que creo que están mal.
- Acá hay un montón de gente así. Yo me siento mal a veces por ganar lo que gano. Yo gano el doble de lo que gana mi papá, y a mí apenas si me alcanza, y casi nunca los puedo ayudar. Pago el alquiler, y las cuotas del traductorado, y un montón de cosas que tengo que comprar para mi casa. Tengo una señora que viene a limpiar el departamento una vez por semana. A veces pienso que capaz tendría que dejar que mi mamá venga a limpiar ella, y pagarle a ella. No, pero sería horrible. La señora que viene a mi casa me hace acordar a mi mamá. No solo limpia: ordena, principalmente, y me reprocha cuando no compro algún artículo de limpieza. Tiene la edad de mis viejos.
- Y tus viejos, cuantos años tienen.
- Cuarenta y seis y cuarenta y ocho. Mi papá cincuenta y ocho. Todas mis compañeras de trabajo tienen gente que trabaja en sus casas con la edad de mis viejos, o de los suyos. Antes eso no era así. Me parece que antes las mucamas eran jóvenes y trabajaban en casas de familias en serio. Los patrones eran grandes y las mucamas eran jóvenes.
- Sí, la mucama de las películas, con uniforme negro y delantal blanco, pollera cortita, que servía el té.
- Sí – se rió.
Caminamos por la costa bordeando la playa de piedras. A medida que nos fuimos familiarizando con el terreno aparecieron algunos árboles bajos, pasto en el piso. Montículos de rocas. En un lugar, la costa subía y comenzaba un matorral con muchos árboles, inaccesible. Nos sentamos cerca de allí, mirando al río. No había tanto escombro en esa zona.
Nosotros nos reíamos de verlos jugar. De pronto empecé a sentir una débil sirena, similar a las de las alarmas de los coches. Era una camioneta que se acercaba a paso de hombre, diciendo cosas a través de un parlante. Natasha me dijo que estaban avisando que era hora de irnos, que la reserva iba a cerrar sus puertas. La gente empezó a juntar sus cosas y volverse. Nosotros también. La camioneta pegó la vuelta y los chicos se subieron a la caja, corriendo, algunos descalzos. Aprovechaban el viaje de la camioneta para no volverse caminando. Otros, en bicicleta perseguían de cerca de la camioneta y les gritaban cosas a los de arriba. Volvimos abrazados por el camino de pedregullo, viendo como el sol se acercaba a los edificios de la ciudad, y casi en silencio.
Volvimos al hotel. Ella esperó en el hall a que yo me vistiera y fuera a buscar el bolso. Me sentía triste por irme, pero a la vez alegre por haber estado allí, por haber conocido a Natasha.
Llegó el auto, Natasha le pidió al chofer que se fuera, y manejó ella hasta el aeropuerto. Desandamos el camino de la autopista, que habíamos hecho el primer día. Empezaba a anochecer. Retomamos algunos de los temas que habíamos hablado los otros días. Creo que fue un pantallazo, un recuento de lo que nos habíamos dicho. Hablamos del idioma, del lugar, de las diferencias, del mar, de las islas, del ritmo de trabajo de la ciudad. No sé si ella estaba triste. En un momento, al costado de la autopista vimos un gran barrio de casas hacinadas, de chapa, o madera. Eran como las chozas de algunos granjeros. Como los galpones en los que se guardan herramientas. El sol ya se había ido pero el cielo todavía estaba algo claro detrás de esas casas. Sobre ellas, en un momento, vi un cartel con el mapa de mis islas, iluminado e inmenso, con una leyenda que le pedí a Natasha que me traduzca. Ella se rió y dijo, como alguien que ya tiene confianza y nada que ocultar, en mi idioma:
- Las Malvinas son argentinas.
Vi al cartel pasar al lado nuestro e irse detrás, dándome la espalda y alejándose a toda velocidad.
- ¿Y para qué las quieren? – le pregunté
- ¿Qué cosa?
- Las islas, ¿para qué las quieren?
- Y... para que sean nuestras. Vos no entendés, pero las islas están al lado nuestro, ustedes están a miles de kilómetros.
- Yo vivo en las islas.
- Bueno, pero yo digo los ingleses.
- Bueno, pero yo no soy británico.
- Y qué sos.
Pensé un rato. Nunca me sentí británico, con los años fui confirmando que no era el único, pero allí dudé, y finalmente contesté lo que era en ese momento:
- Británico.
Nos quedamos callados un rato. Natasha ya había prendido las luces, como todos los autos que pasábamos y nos pasaban, como los que venían de frente, por el carril contrario, como las luces del costado y del centro de la autopista, como la pintura fluorescente de las barandas que la bordeaban, y de las líneas que marcaban los carriles. Llegamos al último puesto de peaje, y en el instante que le daban el ticket y el vuelto me hizo una caricia en la cara y dijo:
- Te voy a extrañar un montón.
En el aeropuerto la despedida fue corta. Quizás no queríamos pensar que era la última vez que nos veríamos, o quizás no era tan triste.
- Este viaje fue buenísimo para mí. Y no puedo creer la suerte que tuve de haberte conocido. En serio – le dije
- Yo también.
Nos saludamos con un beso largo y subí a la escalera mecánica. Ella me saludó con los dos brazos en alto, balanceándolos lentamente de un lado hacia el otro.
Después que pasé por la aduana, subí al avión y ya no la vi mas, retomé el pensamiento del hotel y las últimas palabras que le había dicho. Estaba contento de haberla conocido, pero también me invadía una angustia por no volver a verla, ni a ella, ni al ritmo de la ciudad, ni a los miles de coches, ni a los grupos de chicas que pasaban riendo, ni a esa música, ni a volver a ser el invitado, ni a que la gente tratara de hablar en mi idioma, ni a ser el protagonista. Tenía miedo de perder todo eso. Quería llevármelo todo conmigo. Mientras el avión empezaba a carretear muy lentamente pensaba que hubiese sido más lindo ver a Natasha en la pista, desde la ventanilla, pero eso no era posible. Miré hacia la terraza y no la vi. Tampoco en los ventanales de la confitería. Había mucha gente. El avión tomó velocidad y se elevó lentamente, en tres o cuatro enviones y yo miré hacia atrás, a la playa de estacionamiento para tratar de identificar el auto de la cancillería entre todos los que estaban en fila, que se achicaban cada vez más, como todos esos recuerdos. Como todo ese continente, que pronto desaparecería, y me dejaría solo en las islas.
Sentía nostalgia, pero me sentía feliz de que todo eso hubiera ocurrido, y estaba seguro de que si todo eso no hubiese ocurrido, muy difícil hubiera sido vivir en las islas los años que vendrían.

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