6.La Fiesta

La fiesta era un encuentro organizado por la cancillería entre todos los visitantes de la isla que estaban en la argentina, y gente de la cancillería. Había además muchos jóvenes argentinos, que imaginé que habían sido convocados con el exclusivo fin de llenar espacio para que realmente fuera una fiesta con gente joven bailando y todas esas cosas.
El lugar era otro hotel, mucho, muchísimo más lujoso que el que yo estaba ocupando, con adornos dorados, borlas, pasillos anchísimos y cortinas de terciopelo bordó por todos lados. Las mesas estaban servidas de manera lujosa, redondas, con las sillas cubiertas con telas blancas. No nos sentamos al principio, sino que estuvimos parados en un hall casi tan grande como el lugar de las mesas, donde más tarde se armó una pista de baile. En ese preludio me relacioné con varias de las personas de mi edad que compartían la fiesta. Natasha no llegaba. Yo me sentía cada vez más seguro y más prescindente de ella. Hablé con una chica de la cancillería que decía ser quien le había dado el sobre a Natasha para que me lo diera a mí, para que se lo lleve a mis padres. Después me junté con unos chicos de una escuela que integraban un equipo de rugbie, muy simpáticos, aunque bastante difíciles de hacerse entender. Con la ayuda de la chica de la cancillería entendí que me estaban desafiando a hacer un partido contra algún colegio de las islas. Me entusiasmó la idea, aunque ni yo ni mis amigos jugábamos demasiado al rugbie, sino que más bien nos gustaba el fútbol. También me dijeron que a ellos les gustaba el fútbol. Les di mi teléfono y me dieron el de la escuela, para que alguna vez organizáramos algo. Bebí bastante en esa entrada previa a la cena. Me sirvieron una bebida que se llamaba fernet, que le daba un gusto amargo a la coca cola. Y me contaron muchas historias sobre esa bebida, que era curativa, y que los borrachos la tomaban para recuperarse de las descomposturas sin perder la borrachera. Era como tomar una coca cola amarga y con alcohol a la vez. La acompañamos con bocaditos salados, similares a los que se servían en las fiestas de las islas. Natasha no llegaba. Me dieron de tomar también una sangría roja que no me gustó, por lo empalagosa y dulce. La compañera de Natasha también se preocupó porque ella no venía.
- Se está perdiendo esta fiesta que, la verdad, yo no me perdería – dijo.
El salón estaba repleto, y también había gente mayor. Funcionarios de la cancillería y gente que aspiraba a ocupar algún cargo en una futura embajada en las islas. La chica me señaló a un señor alto y canoso que, casi seguro, iba a ser el embajador. Me explicó que había sido ministro de relaciones exteriores durante toda la época anterior a la política de apertura, y que había sido uno de sus más fervientes impulsores. Supe que justamente ese señor, que siempre sonreía y que parecía disfrutar de cada trago igual que yo, era el que nos había enviado, durante los años anteriores a la apertura, regalos por correo. Recuerdo que mis padres lo insultaban cada vez que recibíamos los paquetes, y que yo siempre miraba los regalos, casi a escondidas en mi casa. Nos había enviado libros, tarjetas de fin de año, y una vez hasta nos envió un video de un dibujo animado que según la carta que lo acompañaba transmitía un mensaje de fraternidad entre los pueblos. Recuerdo que en aquella época, cada fin de año esperaba, además de los regalos de mis parientes, éste que venía de la Argentina, que nunca era bien recibido en mi casa y que terminaba en algún cajón.
Mucha de la música de la fiesta era la misma que podía escucharse en las fiestas de las islas. Yo estaba algo mareado y empezaba a sentirme a gusto con la amiga de Natasha, que, como nos habíamos acercado a un parlante, tenía que acercar mucho su cara a mi oído para hablarme. Estaba vestida con un vestido largo, de un color similar a la ropa que había llevado esa mañana Natasha. No era muy linda. En realidad, me recordaba a unas hermanas que vivían en mi cuadra cuando yo era chico, rubias, regordetas, de ojos celestes. Balanceaba su cabeza y algo de su cuerpo al ritmo de la música.
- Hoy escuché tango - le dije
- Ah, ¿y te gustó?
- Sí. Bueno, ya lo conocía.
No pude explicarle todo lo que había sentido al escuchar la música en vivo ese mediodía, porque el clima, o ella, no me lo permitían. Natasha seguía sin llegar. En un momento, bajaron el volumen de la música, y el señor que esperaba ser embajador en las, en perfecto inglés, aunque sin gracia (como la amiga de Natasha, la guía de turismo y toda la gente que escuché hablar inglés a diferencia de Natasha):
- El gobierno de la República Argentina quiere darles la bienvenida, y decirles que las puertas de este país están abiertas a todo hombre de buena voluntad que desee habitarlo, y sobre todo a ustedes, a quienes nos une un afecto que brega cada día por dejar atrás un pasado de violencia y desencuentros. Los invito a pasar a los salones comedores y a disfrutar de esta fiesta, y de su estadía en este país que los recibe con amor.
Los mozos nos señalaron el camino, y todos los que estábamos en el hall pasamos a los dos comedores que estaban uno a cada lado. Uno de los salones quedó semivacío, ocupado por los funcionarios de la cancillería y toda la gente mayor. Hacia el otro fuimos todos los jóvenes de la fiesta. Nos sentamos y trajeron el primer plato. Era una pasta de salmón ahumado acompañada por una guarnición que no puedo recordar, decorada con montoncitos de caviar. La amiga de Natasha se divertía con los chicos del equipo de rugbie que compartían la mesa conmigo. La música, que ahora estaba a bajo volumen, se interrumpió en un momento para darle lugar otra vez a las palabras del futuro embajador.
- Señores, tengo la grata sorpresa de tener que presentarles a una visita que no estaba prevista, o mejor dicho que no nos imaginábamos que vendría aunque, obviamente, nos honra profundamente con su presencia. Señores, les pido que nos pongamos de pie, para recibir, con un aplauso, al presidente de la Nación.
Hizo una seña hacia la entrada, y todos se pusieron de pié para recibir al hombre de guantes blancos que entraba rodeado de varias personas. En ese instante, también, entró Natasha por una puerta de un costado, y se ubicó en la silla junto a su amiga, y la saludó con un beso. Después me miró a mí y me hizo un saludo con la mano. Estabamos algo lejos. Le dije “¿Cómo estás?”, me hizo una seña y una sonrisa que quiso significar un “bien”.
En todo ese interín, los aplausos que habían comenzado con la entrada del presidente continuaron de fondo. Natasha estaba con un vestido de hilo, tejido, de color violeta oscuro, y un saco negro también tejido, que dejaba pasar el blanco de su piel. Yo intentaba ver al presidente y a su comitiva pero volvía la cabeza a cada rato para ver a Natasha. Trataba de disimular, y aplaudía yo también como ella, como su amiga y como todos los que estábamos en todas las mesas.
El presidente sonreía entrecerrando los ojos y mirando hacia abajo, hasta que por fin se hizo un silencio. El presidente no habló en inglés. Mientras comenzaba su discurso yo miré alrededor, sorprendido de que nadie tradujera lo que decía. Natasha le pidió a su amiga que la dejara ocupar su silla, y se cambiaron de lugar. Entonces empezó a traducirme:
- Queremos decirles... que estamos muy contentos de que estén aquí... también que estamos orgullosos de que nuestros jóvenes... tengan la posibilidad de acercarse y relacionarse con los jóvenes de las islas... para ver... que en realidad... son más las cosas que nos unen... que las que nos separan...
Natasha hablaba en mi oído, susurrando, y soplando. Sentí una alegría que me invadió hasta la emoción. Sentí que la recuperaba. Aunque enseguida traté de evitar esa ilusión, temeroso de que no fuera más que eso.
Terminó el discurso, aplaudimos todos y nos sentamos.
- Hola - volví a decirle a Natasha.
- ¡Hola! - me dijo, y me dio un beso, afortunadamente sonriente y fresca. La amiga le preguntó algo en su idioma, que ella respondió, traduciéndome a mí lo que decía: que había llegado tarde porque había estado durmiendo la siesta y que cuando se levantó no tenía nada que ponerse y que había dado un montón de vueltas antes de venir. La amiga le dijo algo en su idioma y después me dijo:
- ¡Está linda!, ¿No?
Yo sonreí.
Se fueron sucediendo varios platos distintos de comida, Natasha fue presentada a los integrantes del equipo de rugbie que no la conocían, y en un momento se apagaron las luces del hall donde habíamos estado al principio, y se encendieron otras de colores, y se subió la música. La mayoría salió a bailar. Fuimos todos los de la mesa y bailamos en grupo, todos con todos al principio. Natasha bailaba despacio, como ajena. Algo parecida a la manera en que bailaba yo, que me sentía incómodo, con miedo a hacer el ridículo. Después vi que todos bailaban de distintas maneras, sin darse importancia unos a otros. La amiga de Natasha se movía más, con los brazos arriba. Pronto empezaron a sentarse algunos, ella se quedó con uno de los rugbiers, y yo con Natasha, por suerte, que empezaba a sentir más cerca. Quería preguntarle qué le había pasado a la mañana pero volví a sentirme sin derecho a hacer ese tipo de preguntas. Ella miraba hacia los costados y se acomodaba el pelo o un bretel del vestido. Yo miraba por sobre los hombros de ella a la otra gente que bailaba, a las mesas, a los mozos, hasta que volvió a bajarse la música, para que sirvieran más comida en las mesas.
Fuimos a sentarnos y yo seguí sin decir nada, hasta que por fin ella habló:
- ¿Cómo la pasaste hoy, después de que me fui?.
- Bien, la verdad que estuvo bueno. Me encantó el lugar que conocí: “Caminito”
- Ah, ¿viste qué lindo?
Pudimos hablar de más cosas. Y me sentí realmente a gusto cuando me di cuenta de que me encontraba contándole lo que me había pasado al escuchar el tango y el bandoneón, y cuando sentí que me entendía. Tomamos algo de vino blanco, dulce, que sumado a los aperitivos del principio quizás me animó a respirar profundo, y decirle:
- ¿Por qué me entendés?
- ¿Cómo?
- Sos la única que entiendo, y... ¿vos me entendés a mí?, ¿no?
- Sí, claro que te entiendo. Me gusta hablar inglés, bueno, pero, no hablo tan bien ¿o sí?
- Sí, sí, me gusta... hablar... con vos - dije pausadamente, luchando con una fuerza que me empezaba a trabar. Ella sonrió. Nos quedamos callados un rato largo. Después hablamos con las otras personas de la mesa, se reanudó la música y varios fueron a bailar.
- ¿Se puede recorrer este lugar?
Miró alrededor. Miró a su amiga que hablaba ahora con un funcionario de la cancillería que se había acercado a la mesa. Inclinó la cabeza, levantó un hombro, ya sin el saco que estaba sobre la silla, y dijo:
- Sí - y me agarró de la mano.
Caminamos por el pasillo ancho por el que habíamos entrado, lleno de espejos y de alfombras, y ese mismo pasillo daba a otros pasillos más pequeños que se apartaban hacia ambos lados, como calles, de vez en cuando. Entramos a uno de esos pasillos algo más angostos. Tenían lugares para que se sentara la gente, sofás mullidos con mesas bajas. En el primer pasillo que entramos había una señora sentada, con dos hombres conversando. Salimos, y pasamos al pasillo siguiente. Allí no había nadie. Natasha iba caminando delante de mí, tomándome de la mano. Mi mano y su mano transpiraban. Cuando nos sentamos nos soltamos. Eran sillones muy cómodos y blandos. Levantó las cejas y los hombros. Nos miramos intentando distintas muecas para decirnos algo, sin lograrlo. Frente a nosotros había otro sillón, y detrás un espejo inmenso. Inevitablemente, nuestras miradas volvieron a encontrarse en el reflejo. Nos evitamos otra vez y otra vez nos miramos, pero nuevamente a nosotros mismos, ya sin el espejo.
- Hola - le dije.
- Hola, David.
- Te extrañé.
Los dos apoyamos las espaldas en el sillón. Hasta ese momento no lo habíamos hecho. Quedamos juntos rozándonos los brazos. Intenté una inclinación de la cabeza hacia su lado, que ella respondió, haciendo lo mismo. Sentí su pelo tocar el mío. Levanté los ojos y la vi, nos vi, en el reflejo del espejo. Giré, la abracé y la besé. Nos besamos un largo rato, y fue una alegría cuando sentí que sus manos también se sumaban, tocándome la nuca, jugando con mis orejas. Nos acariciamos con las caras y después nos fundimos en un abrazo largo, los dos callados, respirando profundo y escuchándonos respirar. Cuando salí de ese momento de concentración absoluta, en el que todo había desaparecido y no había nada más que nosotros dos abrazándonos, le dije:
- Que lindo. Que lindo.
Y se acurrucó una vez más en mis brazos, y una vez más se fue todo lo demás por un rato hasta que volvimos a la fiesta, a bailar con su amiga y el resto de la gente.
Los mozos trajeron unos postres y todos volvimos a las mesas a tomarlo. Era helado. Jugueteábamos con el helado y las cucharitas y cuando nos abrazamos en la mesa, ni la amiga, ni los jugadores de rugbie preguntaron nada.
Volvimos con ellos en el auto de la cancillería. Me dejó a mí en el hotel, que quedaba cerca, y siguió camino para llevar a todos los demás. Nos saludamos con un beso pequeño, cariñoso, confiado, que quedó en mi boca hasta que entré en mi habitación, alegre por sentir ese beso tan natural, como si no hubiera sido novedoso ni para ella ni para mí el haber estado besándonos, como si todas las dudas anteriores nunca hubieran existido y sólo nos uniera una relación de hace tiempo, cotidiana y hermosa. Me reía. Me reía imaginándome que quizás ella estuviera pensando lo mismo, o hablándole de mí a su amiga, o aguantando las bromas de los compañeros de la mesa en el auto. Tardé mucho en dormir por última vez en aquella cama. Salí varias veces al balcón a disfrutar del vientito cálido y calmo de Buenos Aires. Me dormí cerca de la ventana, pensando en el día que empezaba, y acurrucándome en la cama, sintiendo que la abrazaba y sintiéndome abrazado.

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