3. Segundo día.

-¿Cómo anda mi reina?
Quiero que quede claro: nunca antes había tenido esa decisión para dirigirme a una mujer. Era Buenos Aires, era Natasha, o no sé que era, pero la cuestión es que se lo dije de esa forma, con esa facilidad. Como si siempre nos hubiéramos conocido, o al menos, como si siempre yo me hubiera dirigido de esa forma a una mujer.
- Hola, ¿Qué tal?, huésped. - contestó ella, no tan decidida, no tan entusiasmada quizás como yo, pero tan graciosa como el día anterior.
- He recorrido algo de la ciudad sin vos. ¿No te ofendés? - le hablé simulando un exagerado respeto, ella respondió del mismo modo:
- No, para nada, pero ¿la has pasado bien? ¿Qué conociste?
- El bar “Las Marías”, que se llama igual que uno que hay en mis queridas islas. ¿Adónde vamos?
- ¿Te gusta andar en bicicleta? - me dijo, ya sin ironías.
- Allá me la paso andando en bicicleta, pero no hay tanto tránsito. ¿Hay lugares para andar por acá, o me vas a llevar a las provincias?
- No - se rió- a las provincias no. No por lo menos hoy. Te voy a llevar a un lugar especial. Es raro. Es la reserva ecológica.
- ¿Reserva ecológica? ¿Te estás burlando? ¿Hay una reserva ecológica acá? ¿En Buenos Aires?
- Sí señor.
Fue muy gracioso conocer lo que los porteños llamaban su reserva ecológica. Le conté que la reserva ecológica de mis islas era inmensa, llena de lobos marinos, pingüinos y aves, junto al mar azul gigante, infinito.
- Fue declarada “Patrimonio Ecológico de la Humanidad”.
Cuando entramos en la reserva ecológica de Buenos Aires, Natasha enseguida se dio cuenta de lo pobre que podía parecerme, teniendo en cuenta de donde yo venía.
- Bueno, vos concentrate en el camino, y no alejes demasiado la vista- me decía. Habíamos alquilado unas bicicletas en un viejo local ubicado frente al “Parque Lezama”, en una zona de barrancas y calles antiguas y empedradas. Caminando al lado de las bicicletas, por las veredas recorrimos unas cinco o seis cuadras, hasta que se acabó el barranco. Cruzamos un par de avenidas y un pequeño río encajonado, con bordes de cemento. Llegamos a la entrada de la “reserva ecológica” con el sol del mediodía en la frente. Yo tenía mucho calor. La zona estaba llena de gente. Empezamos a recorrer un camino de ripio, rodeado de pasto. Y era como decía Natasha. Si uno miraba el camino y los pastizales que lo bordeaban, daba la sensación de que se estaba en un paisaje algo campestre. Pero si uno levantaba la cabeza unos centímetros apenas, enseguida, detrás de unos penachos como plumeros que se balanceaban con el viento, se levantaban imponentes los edificios más grandes que yo haya conocido personalmente. Además, había mucha gente, caminando, en bicicleta y sentada a los costados del camino.
- Concentración, concentración, amigo - gritaba Natasha pedaleando delante mío, y la gente la miraba sorprendida, como nos miraba a los extranjeros. El sol me empezaba a arder.
- ¿Querés que paremos? - me dijo
- ¿Es todo igual? - le dije
- Más adentro se va poniendo más tranquilo.
En efecto, pronto dejó de haber tanta gente, al menos caminando. Solo quedábamos los ciclistas.
- En el próximo parador, paramos.
- Bueno – le dije.
Cada doscientos o quinientos metros había un parador. Eran una especie de miradores hechos con maderas, que salían al costado del camino y entraban a los pastizales, como los muelles entran en el mar. Cuando llegamos al siguiente, nos detuvimos a descansar.
- Alto - gritó Natasha, levantando su brazo. Entramos al mirador y seguimos pedaleando hasta que se terminó. Nos bajamos de las bicicletas y las apoyamos contra las barandas. Nos sentamos en el piso. Estaba sofocado. Natasha no tanto como yo.
- Tenés calor - dijo
- Sí.
- No hace tanto calor. En realidad es un día hermoso para esta época.
- Es un día hermoso - repetí. Realmente lo era.
Miramos un rato los penachos moverse, y más atrás los edificios quietos y pequeños a la distancia.
- ¿Que te parece este lugar? - me dijo
- Es muy loco. Pero es lindo. Realmente es lindo.
Realmente lo era.
- Bueno, no tenés que quedar bien con nosotros. Estamos en confianza - dijo Natasha con su sarcasmo.
- No, en serio, tiene su encanto.
- A mí me gusta. No me engaño, sé que no es el campo, no te creas que soy una rata de ciudad, pero la verdad es que está bueno. Es mucho mejor que una plaza o un parque. Lástima que más para allá es feo.
Señaló hacia su espalda. Me di vuelta y vi unas chimeneas rojas y blancas que echaban humo negro, gris, blanco, y de a ratos fuego, en forma alternada. Me contó que era una destilería de petróleo, y me explicó cómo funcionaba. A veces era difícil entenderla, sobretodo cuando decía frases largas. Se le mezclaban un poco los verbos, o cambiaba algunas vocales, pero igual se expresaba claramente, se hacía entender.
- ¿A vos te interesa el tema de la ecología y todo eso?
- Es raro. Yo veo que es un tema muy importante, pero solo en la televisión. A las islas viene también mucha gente movilizada por ese tema. Yo vivo en una zona que es ecológica de por sí. Será por eso que no me interesa tanto. No me parece que fuera un problema.
En ese momento me acordé del tema del deshielo que se rumoreaba en la isla, y me invadió una sensación de susto en la boca del estomago, pero ya no quise hablarlo con Natasha. Bajé a la tierra y corté un par de penachos. Coloqué uno en mi bicicleta y otro en la de ella para decorarlas. Subí a la mía y empecé a andar en círculos.
- ¿Vamos a comer? - me dijo.
- Vamos - le dije. Cuando salimos al camino encaré la marcha en dirección equivocada.
- Ey, es para el otro lado - me dijo
- ¿Y para ahí que hay?
- Si seguimos un poco más, está el río. Pero no está bueno. Está un poco sucio, hay basura. ¿Querés que vayamos?
- No, está bien. Volvemos otro día
- Bueno
Volvimos por el camino que habíamos llegado. Ahora pedaleaba yo adelante. A mi derecha había una laguna con patos y detrás la avenida.
Almorzamos en un bar de comidas rápidas, frente al río encajonado.
Hablamos un poco más, pero yo me empezaba a sentir mal. Había tomado mucho sol. Cuando fui al baño me vi en el espejo y mi cara me dio impresión. Tenía la piel roja. Los párpados hinchados. Cuando volví a la mesa vi que Natasha también estaba bastante quemada, aunque no tanto.
- Me parece que tomamos mucho sol
- Sí. La verdad que es la peor hora para tomar sol. Si en la cancillería llegan a saber que te dejé así, me matan. Me van a decir que no te cuidé.
Me acuerdo que me quedé mirándola, y pensé en el idioma. Creo que fue en ese momento cuando saqué la conclusión de que Natasha se expresaba realmente muy bien en mi idioma, que se hacía entender, y todo eso. Pensé que hablar en otro idioma quizás no fuera difícil, pero decir chistes, ironías, segundas intenciones, pensé que debía ser muy difícil.
- ¿Es difícil hablar en castellano? - le pregunté.
- ¿Me estás cargando? ¿Cómo me vas a preguntar eso a mí?
- Pero vos debés saber, comparando. Es más difícil. Enseñame.
- Se supone que te tengo que hacer sentir lo más cómodo posible, vos no te tenés que esforzar. Yo tengo que hablar en tu idioma!
- Bueno, dale, pero te lo estoy pidiendo yo ¡Como parte del servicio! Enseñame algo.
Ahí me enseñó la frase del tango, lo del “vos y el usted”. Y entonces me empezó a decir algunas frases, tontas, sencillas, para que yo las repita. Me enseñó a decir en su idioma “Me llamo David”, “Buen día”, “feliz cumpleaños”, “Día lindo”, “Casa linda”. Entonces le pregunté:
- ¿Porqué “día lindo” y “casa linda”, y no “día lindo” y “casa lindo”?
- Y, porque el día es masculino y la casa es femenino, David - me explicó.
- ¿Cómo masculino y femenino? Vos me querés decir que la casa es mujer y el día es varón?
- Bueno, sí, es así - me dijo dudando - la casa es femenino, el día es masculino, la silla es femenino, la mesa es femenino, el sofá es masculino.
- Y ¿por qué?
- ¿Cómo por qué?
- ¿En qué se basan para hacer esa distinción?
- Bueno, es así, la verdad es que nunca lo había pensado - y repitió, pensando - la casa es femenino... el día es masculino... ¡Es así!
- Disculpame, Natasha, pero ¿me podés decir donde tiene el día un… pene? ¿Es que nosotros no se lo vimos?
Se rió, y siguió:
- Pero es así. No tienen pito, nunca lo había pensado, pero hay algo sexual en las cosas. Mirá, el sol es varón, la luna es mujer.
- Pero, ¡eso es estúpido! ¡Es la primera vez que lo escucho!
- Bueno, no sé bien como explicarte. Me parece que tendrías que hacerle estas preguntas a un profesor de lengua. O a un psicólogo –dijo riendo, y agregó: -¡O a un filósofo!, pero, es así, las cosas tienen sexo acá.
- Las cosas tienen sexo - dije.
Se acercó la moza, y preguntó si queríamos tomar café, según me explicó después Natasha.
- ¿El café es varón o mujer? - le pregunté
- Es varón - me dijo, riendo.
Devolvimos las bicicletas (mujeres), y fuimos caminando hasta el hotel (varón). Caminar no tiene sexo. Los verbos no tienen sexo, solo las cosas. Natasha me acompañó a una farmacia a comprar una crema, y me recomendó que tomara alguna aspirina.
- Me parece que tenés fiebre - me dijo.
- Sí, parece.
Sentía pequeños escalofríos. Llegamos al hotel algo después de las cinco de la tarde. Natasha se despidió, y me dijo:
- Estuvo divertido, la verdad es que me dejaste pensando. Estos días me dejaste pensando. Ayer, me fui a mi casa pensando casi en inglés, de tanto hablarlo con vos, y hoy me voy con esto. La verdad es que es interesante.
Yo me sentía muy cansado. Me pesaban los brazos. Cuando nos saludamos, y la besé en la mejilla y le toqué el brazo con mi mano, me repitió.
- Mhh, tenés fiebre - y agarró mi mano con la suya
- ¿Las manos son mujeres o varones? - le dije.
Fue el último chiste del día.

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