15. Problemas.

Me angustiaba mucho no poder acercarme a Linda de otra forma que no fuera a través de esas charlas sobre cosas que no tenían que ver directamente con nosotros. Quiero decir: todo eso tenía que ver seguramente con nuestras vidas pero en realidad no hacían a nuestra relación. El mundo podría ser el más injusto de los mundos o el más bello, que ella, Linda, no cambiaría su relación conmigo: la de una persona con la que hablar y contarle, explicarle, ciertas cosas. Y yo, escuchando quizás interesado, o como excusa para que hablemos, para estar de acuerdo, para tocarnos quizás la punta de los dedos sin querer, erróneamente, fuera de lugar. Pero no había otra forma de hablar con ella. Muchas veces pensaba en situaciones idílicas en las que nos acercábamos y volvíamos a hacer lo que habíamos hecho aquella tarde en mi cama, pero siempre terminaba pensando en los otros temas que terminaban siendo las verdaderas razones para que Linda me hablara y sonriéramos, y todas esas cosas. Y así, cada noche, cuando todos los demás dormían yo seguía encontrándome con Linda que estaba casi siempre despierta, y casi obligadamente así me iba enterando de cosas, entrando en un mundo que siempre había existido también pero nunca había despertado interés para mí. La noche que confirmé que las islas se hundirían definitivamente no fue otra cosa que una de esas excusas para hablar con Linda durante horas, y compartir cosas.
Ese día Andrew retomó el reportaje con el geólogo, y quizás empujado por las charlas con Linda, me dispuse a ver lo que hacían. El tipo en varios momentos de la charla dejó entrever la idea de que en la Península de Smith había algo importante en relación al tema, pero fue imposible, cada vez que él nombraba la península, Andrew pasaba a otra pregunta o cambiaba indefectiblemente de tema. Así fue toda la tarde, y nunca dio la orden de que visitemos el lugar para ilustrar algo con imágenes. Yo se lo sugerí, como hacía siempre, sin darme demasiada importancia porque el único periodista en esa camioneta era él, pero me dijo que no hacía falta, que por el poco tiempo que le daban para exponer el tema, con las imágenes que teníamos era suficiente, que hay otras zonas en las que las costas están más carcomidas y que son mucho más convincentes que esa bahía. Finalmente lo dejé, como siempre, en el canal, editando, y yo me fui a casa pensando en esa duda y en la única persona con quien podría compartirla aunque sólo fuera eso: Linda.
Esa noche, después de mucho conversar con Linda -ella exponiendo sus razones y yo adhiriendo a ellas- subimos a la camioneta y nos dirigimos a la península. El trabajo en TVI me permitía contar a veces con el lujo de la movilidad propia. A veces me llevaba la camioneta, aunque con cierto cuidado: no podía pasear todas las noches porque el contador de kilómetros no me lo permitía, y además todo el mundo conocía a la camioneta. Esa semana no había ido a ningún lado fuera de las rutas del trabajo, por lo que podía hacer algunos kilómetros tranquilo, procurando esquivar las avenidas.
Para llegar a la península de Smith teníamos una ruta que nos llevaba directo. Sin embargo, en un momento nos encontramos con que el camino se interrumpía por una valla de desvío. Ahí detuve la camioneta.
- ¿ Y si sacamos la valla y seguimos?- preguntó Linda. Yo no tuve otra alternativa que bajarme, enterrarme en el viento helado de la noche más helada y correr la valla con mis guantes. Más allá de las luces de los faros de la camioneta, no se veía otra cosa que oscuridad.
Empezamos a trepar la colina, y pronto llegamos a la parte más alta. Allí puse el freno de mano y apunté con los faros hacia delante para ver si podíamos ver la península. No había nada.
- Acerquémonos más, sigamos – dijo Linda.
Solté el freno de mano y empecé a bajar. Entonces sí, los faros empezaron a alumbrar el mar, que aparecía sin más atravesando el camino. Clavé los frenos, la camioneta patinó un poco y se inclinó, hasta que finalmente se detuvo. El mar estaba sobre nosotros, a unos metros. La península de Smith había desaparecido. No estaba. Linda no se sorprendió. Yo estaba mudo y aterrado, mirando los haces de los faros que no alumbraban otra cosa que olas.
- ¿Ves?- dijo - ¿Porqué no le decís a ese hijo de mil putas que filme esto, que lo diga, eh? ¿Me querés decir porqué no se habla de esto? ¿Te creés que esto nadie lo vio acá, a una hora de Stanley?
Pensé que si no estaba la península de Smith, probablemente tampoco estuviera ya la de Dolphin, ni los bañados de Still, ni las rocas de la Costa de Los Lobos. Pensé en los acantilados de Howard, con lugar para acampar en los días de verano.
- ¿Tanto hace que yo no venía por acá? – sólo atiné a decir.
- Y para qué ibas a venir.
Sin sacar el pie del freno puse marcha atrás y combiné dificultosamente los movimientos de los pedales para subir, y dejar esa brusca orilla del mar, nueva para mí.
Recorrimos todos esos lugares que supusimos que también estarían desapareciendo, y comprobamos que era así. Esa noche me convencí definitivamente de que todo se estaba hundiendo, de que el comentario escéptico y temeroso de mi profesor de geografía de la primaria no había sido mentira y que el día en que el mar subiría y terminaría a la larga con las islas había llegado.
Fuimos a una estación de servicio para enjuagar la sal, el barro y la arena que manchaban la camioneta, para no tener problemas al día siguiente en el canal. No pude conseguir ningún lugar en el que alguien hiciera ese trabajo, por lo que tuve que arreglarme con una manguera que me dieron. Las manos se me congelaron hasta dolerme. Linda estaba adentro de la camioneta haciendo algo con la radio, cambiándola de canal, subiendo y bajando el volumen.
Y entre todo esto yo la veía hermosa y deseada por todos, sola con su hija en el asiento de atrás y sin el menor interés de que yo pertenezca a su vida. Finalmente apagué la manguera y nos volvimos a la casa. Yo tenía los dedos doloridos, los zapatos mojados y la ropa congelada. Ella dejó a la nena en la cuna una vez más y se quedó seria, pensando, sentada en la cama, mirando hacia el frente. Me le acerqué y le saqué el pelo de la cara. Me miró extrañada, sorprendida. Intenté besarla pero mientras lo hacía entendía que no era posible, que me equivocaba al hacer algo que ella inexorablemente no querría hacer, quizás en ese momento, y en ninguno otro más.
- No te equivoques – me dijo para confirmar todo eso que había pensado. Y pensé también que tenía razón también en eso, una vez más, mal que me pesara y por poco que me sirviese. Siguió como si nada, hablando de sus temas, que eran mis temas ya, a fuerza de lo que había visto.
Ya no sentía fuerzas para preocuparme. Estaba abatido. El día siguiente fui testigo –porque no pude ser más que eso- del reto que me hizo un supervisor de móviles porque alguien me había visto, o había visto a la camioneta andando fuera del horario de trabajo y por lugares en los que el tránsito ya no estaba permitido.

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