25. Final.

N
o fui el último en irme, porque se quedaron un tiempo más los del Programa Gerenciador, los de las bases militares, algunos periodistas de medios internacionales.
Pero fui el último de todos mis conocidos. Andrew y Mark también se habían ido. Natahel fue el anteúltimo porque colaboró con las tareas de relevamiento a cambio de que le reconocieran el flete con el traslado de todas sus pertenencias a las islas Canarias, en su caso con auto incluido.
Entonces en la isla ya no quedó ninguna persona que hubiera hablado alguna vez conmigo.
Ya sin trabajo, y sin tener que pagar el alquiler de una casa que empezaba a transformarse en abandonada, tomé plena conciencia de que estaba solo. Entonces me invadió una mezcla de alegría y miedo parecida a la que había sentido en el viaje a Buenos Aires. Aunque esta vez sentía un poco menos de alegría y mas de miedo.
Entonces junté todas las cartas de Natasha y fue cuando decidí reconstruir toda esta historia. Me llevó varios días hacerlo. Mis últimos días en las islas, acompañado por el ruido de los camiones que iban y venían por la calle en dirección al aeropuerto cargados con las últimas cosas que alguien se llevaría, me puse a escribir. Me pareció una idea loca ponerme a repasar todo lo que había pasado en este tiempo. Pero me sirvió para confirmar el camino que tomaría.

Sentado en el avión, ya no escucho el ruido que escuché en el aeropuerto, cuando el ensordecedor viento sacudió la manga de abordaje, como no queriendo resignarse a dejar de desacomodarlo todo, de enfriar todas las cosas, de lastimar, de ulular todo el tiempo.
Crucé la manga con paso apurado, casi asustado, con miedo a que se caiga todo y a que esa no fuera la última vez que escuchara el viento de las islas.
El avión tardó en despegar, supongo a causa del clima. Pero por fin carreteó y se elevó otra vez en tres o cuatro enviones que me levantaron a mí mismo sobre el viento. Se inclinó hacia un costado y pude ver por fin el famoso mapa de las islas hundidas. En efecto, era muy poco lo que quedaba de ellas. Menos de lo que yo creía. Apenas tres montículos de color verde musgo, con techos de casas de colores todavía en algunos lugares, y en otros ya hundidos, dejando ver parte del recuerdo de lo que fueron algún día. Traté de ver mi casa pero no pude.
La azafata habló por el parlante en mi idioma, y después volvió a decir lo mismo en ese otro idioma que yo también conozco, al menos por su cadencia, al menos por su sonido. Lo repitió como lo había hecho Natasha, aunque sin tanta gracia, no tan comprometida.
Ese idioma que me enseñará a hablar Natasha, escuchándome todo el tiempo, arrimado su cuerpo contra el mío, repitiendo las palabras, soplándome el oído, eso espero.


FIN

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